━ 𝐗𝐗𝐈𝐗: Un simple desliz

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—¿Supones? —Eivør arqueó una ceja al tiempo que volteaba la cabeza hacia su interlocutora, que seguía tumbada bocarriba, con las piernas y los brazos estirados—. ¿Acaso no eras tú la que estaba ansiosa por venir a matar sajones? —inquirió, terminando de desenredar los últimos mechones de su larga cabellera.

La hija de La Imbatible dejó escapar una risita sardónica.

—No —contradijo, girando el cuello hacia la morena—. Si me aventuré a participar en esta incursión fue para vengar la muerte de Ragnar. Y porque quiero conocer mundo, saber qué hay más allá de nuestros dominios —corrigió en tanto alzaba el dedo índice para así enfatizar sus palabras—. Tú eras la que quería venir a matar sajones.

—Porque es la parte más divertida —se defendió Eivør, que había encontrado un nuevo entretenimiento en el puñal que llevaba colgado del cinto. Lo desenvainó y comenzó a juguetear con él, haciéndolo girar sobre su propio eje—. Ya sabes... Aplastar cráneos y amputar extremidades —añadió en un improvisado tono jocoso.

Drasil tuvo que apretar los labios en una fina línea para no carcajear. Su compañera siempre había tenido un sentido del humor un tanto retorcido.

—Eres una sádica.

—Dime algo que no sepa —contestó Eivør a la par que esbozaba una sonrisilla mordaz.

La castaña negó con la cabeza, divertida.

Su mejor amiga no tenía remedio.

La siguiente media hora la pasaron en silencio, cada una inmersa en sus propias cavilaciones

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La siguiente media hora la pasaron en silencio, cada una inmersa en sus propias cavilaciones. Eivør se había puesto a afilar su hacha y sus cuchillos, y Drasil continuaba tendida en su lecho. 

Su mente no dejaba de divagar, de recapitular los últimos acontecimientos. Pensó en todo lo que había ocurrido en aquellos últimos meses, en lo mucho que había cambiado su vida desde que Lagertha había reconquistado Kattegat, haciéndose nuevamente con el trono. Pensó en lo distinta que se sentía, en cómo una simple sucesión de vicisitudes había puesto todo su mundo patas arriba. Y pensó en su madre, en lo mucho que la echaba de menos.

Extrañaba su voz, dulce y aterciopelada. Extrañaba sus manos, que permanecían llenas de heridas y callosidades por el uso constante de la espada y el escudo, pero que siempre estaban dispuestas a ofrecerle alguna caricia. Y extrañaba sus consejos, las largas conversaciones en las que compartía con ella todos sus tormentos e inquietudes. Porque era en esos momentos, con aquella vorágine de sensaciones contradictorias agitándose en su interior, cuando la necesitaba más que nunca. Cuando precisaba su ayuda y su apoyo. 

Estaba confundida, mucho. Y la causa de aquella confusión tenía nombre y apellido: Ubbe Ragnarsson.

Habían transcurrido dos días desde la última vez que se habían visto, desde la última vez que habían tenido la oportunidad de estar a solas. El joven estaba muy atareado —desde que habían atracado en Repton, sus hermanos no habían hecho más que requerir constantemente su presencia para poder idear una estrategia de ataque— y ella tampoco había tenido muchas intenciones de forzar un encuentro.

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