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Capítulo 19

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El albergue se ubicaba en una escuela a veinte calles de casa

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El albergue se ubicaba en una escuela a veinte calles de casa. Cuando llegamos ya había un buen grupo de personas por lo que nos costó un poco hacernos un espacio en el fondo mientras nos sacábamos las chanclas para secarnos los pies.

El pelo de Susana se la había pegado a la cara como si se tratara de una goma de mascar. Hice un esfuerzo por reír para que ella hiciera lo mismo, la única manera de mantenerla tranquila era ver que otros rieran y no era momento adecuado para andar lanzando bromas. Mamá se dedicó a desenredarle y peinarle el cabello, tratando de mantener su mente ocupada.

Me sentí como un miserable pedazo de madera a la deriva en medio de una marea de extraños. La lluvia no había parado, de hecho se había dejado caer como si las manos que la estuvieran reteniendo la dejaran en libertad, y aunque dentro de mí sabía que ir ahí había sido la decisión correcta no se sentía así.

Me pasé el resto de la tarde intentando encontrar a algún conocido entre la multitud de cabezas que se paseaban de un lado a otro, pero nada.

Cuando volví le entregué la cena a mamá que susurró algo que no logré descifrar y me perdí en el calor de la bebida y su mirada vaga.

Me pregunté si estaría rememorando hechos pasados.

Sabía que no serviría de nada soltarle alguna de esas frases huecas sobre que después de la tormenta venía la calma o que todo mejoraría, porque no tenía seguridad de que sucediera. Preferí concentrarme en la idea de que al volver todo estaría más o menos rescatable.

Tampoco es que el ambiente fuera esperanzador, era un verdadero reto ignorar el llanto de la mujer o la oración del hombre a mi costado que me advertían que algo muy malo pasaba afuera, porque cuando se llora o reza algo terrible está a tus pies o sobre ellos. El ser humano desborda emociones cuando ya no puede guardar más, cuando el balde se llena y se tira hacia los lados.

Mirar a mamá así, casi abatida era un puño de tierra más a mi propia torre que amenazaba con ser tumba.

Me costaba reconocer a la mujer que estaba conmigo, era otra, no la que estaba llena de luz, de vida, la que tenía unos ojos capaces de iluminar cualquier penumbra, no quedaban rastros de su sonora risa, de ese don de hacerte sentir protegido aunque la avalancha estuviera a unos centímetros de ti.

No me cabía en la cabeza cómo la vida te puede ir consumiendo, estar más muerto que vivo encerrado en un molde con el interior vacío. Eso era lo que hacía mamá, arrastrar un caparazón por nosotros, porque no soportaba la idea de dejarnos completamente solos. Papá sabía que el día que él se marchara podía irse en paz, mamá estaba ahí para ayudarnos a dar nuestros últimos pasos, ella sabía que detrás de ella no había nadie. Susana era tan pequeña que apenas sabía cómo abrocharse la blusa, y yo para ella era más problemas que soluciones.

Jamás sería su consuelo, todo lo contrario, era una especie de viacrucis.

No hay algo que duela más para un hijo que ver a su madre hecha pedazos.

La chica de la bicicletaWhere stories live. Discover now