—¿Por qué no?

—Azucena y yo decidimos algo —me comentó él mientras me tomaban de los hombros y me arrastraban al interior. Qué recibimiento tan efusivo. Les dediqué un vistazo a Bernardo para que se animara a hablar, pero fue Azucena la que me respondió.

—Queremos que estés en nuestro equipo —concluyó, caminaba a mi lado con la confianza que solo ella poseía. No sabía muy bien de dónde sacaba esa faceta de líder, pero tenía tanta convicción que no correspondía a nuestra edad—. Incluso pusimos tu nombre en la portada —me tendió el cuadernillo que hace un rato parecía abanico.

Sí, no mentían. Los tres nombres en el centro estaban plasmados con la bonita letra de ella y el marco nacido del mal pulso de Bernardo.

No supe qué decir. Me quedé en blanco pasando la mirada de la hoja a ellos.

—Nos sentimos mal porque fuiste el único del salón sin equipo, así que pensamos que sería bueno que expusieras con nosotros —me explicó Azucena, ante mi silencio desconcertado. No estaba bromeando, la manera en que lo dijo me lo dejó bien claro.

¿No les pasa que están tan acostumbrado a las cosas malas que cuando son testigos de las acciones buenas de otros nunca terminan de procesarlo?

—Muchas gracias. De verdad se los agradezco, pero no tenían que hacerlo, yo traje el mío. —Mis pies apenas lograron frenar, no quería entrar de un empujón al aula. Abrí el cierre de la vieja mochila para entregárselos.

—¡Te lo dije! ¡Te lo dije! —le reclamó molesta al arrebatarle el cuadernillo—. ¿Ahora cómo vamos a explicarle al maestro los nombres en la portada?

—Tranquila. No puede ser mejor que el nuestro. Es imposible que una cabeza piense más que dos. El dicho lo dice. ¡Y los dichos nunca mienten! —dedujo con sabiduría. Era imposible argumentar sobre ello, pero ella no tenía ganas de escucharlo.

—Eres tan cómico, Bernardo —soltó sin una pizca de gracia. Acomodó su mochila que estaba resbalando por su hombro y respiró profundo para calmarse, aunque no le funcionó—. Tú vas a arreglar el lío que se arme —lo amenazó con su dedo, acusadora.

Bernardo lució lo suficientemente despreocupado para ponerla de peor humor y encaminarse sin nosotros al salón, pero yo sabía que por dentro estaba rezando para salvar su alma si ese mismo día moría. Porque hablaba en serio cuando decía que Azucena era de armas tomar.

—Qué carácter —murmuró para mí, pero por el resoplido de Azucena pude deducir que no había modulado su volumen.

—Oye, gracias por incluirme y querer ayudarme —le agradecí en voz baja abochornado por haberlo metido en líos con ella y al final haber rechazado su apoyo. Era un malagradecido, pero no podía abusar de ellos, ya suficiente tenía con cargarle la mano a mi familia como para hacerlo con mis amigos.

—Ni me agradezcas que tuviste el cinismo de despreciarme —dramatizó porque eso de reconocer su buena obra no era una costumbre adaptada. Negué divertido antes de toparme con el semblante molesto de Azucena custodiando la entrada.

No entendía qué era lo que la ponía así de tensa, pero decidí no darle mucha importancia. Ya se le pasaría. Esperamos unos segundos a que se animara a entrar, pero como era claro que no pensaba hacerlo, Bernardo y yo nos encogimos de hombros y decidimos adelantarnos. O al menos ese era mi deseo, hasta que el brazo de Azucena tiró de mí antes de cerrar la puerta de golpe.

—¿Quién te entiende? —me quejé. Ella solo levantó una ceja disgustada, señal que indicaba que lanzaría un discurso eterno.

—Lucas, Bernardo está muy preocupado por ti. ¿Lo sabes? No me des una respuesta porque está claro que no lo sabes. Mira, todo esto del proyecto es solo una de las cosas que Bernardo quiere hacer para que mejores. —No sabía que decir, pero no hacía falta, Azucena no deseaba que la interrumpiera—. Siempre le has preocupado, desde lo de tu papá. —Eso último lo dijo con el mayor cuidado, sabía que era un tema que se tocaba con pinzas—, pero ahora te ha visto más raro, más distraído que de costumbre. Teme que te vuelvas loco.

La chica de la bicicletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora