Prólogo

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El Condado de Sussex, situado en el sur de Inglaterra, estaba gobernado por George Nowells. George Nowells era el cabeza de familia de dicho lugar y también, de la suya propia. Y aunque algunos le tacharían de flojo, algodonado y poco avispado, en realidad se trataba de un hombre muy avanzado a su época. 

Amaba a sus hijos por encima de cualquier cosa, incluso por encima del prestigio y del poder. Hubiera vendido su título si de ello dependiera la vida de alguno de sus vástagos. ¿A cuántos hombres podríamos encontrar capaces de tal proeza? Teniendo en cuenta que el pobre George había nacido en el s.XIX y que, por aquellos tiempos, el apellido y la posición lo eran todo. 

Cuando hablamos de George, le ponemos el "pobre" por delante por varios motivos. Primero y el que cualquiera pensaría, era pobre. Sí, en efecto, era pobre. No un pobre como el que conocemos, de esos que viven en la calle y que no tienen con qué vestirse. Era un pobre en comparación a los ámbitos en los que se movía. Su mansión no había sido reformada en los últimos veinte años, sus pantalones más nuevos se los había regalado su hija y su reloj de cadena era de plata ligera. ¿Oro? Sólo sabía lo que era el oro gracias a su estupendo yerno, Marcus Raynolds. Quien, paradójicamente, importaba dicho metal desde América. 

Pero no venimos aquí a hablar del ya conocido Marcus Raynolds. Ni si quiera le vamos a mencionar si no es estrictamente necesario. Así como tampoco mencionaremos a su estupendísima esposa, por mucho que fuera una Nowells en el pasado. Catherine Raynolds ha pasado a formar parte del paraíso dorado de Marcus, y ya no tiene cabida en esta corta historia. 

Seguimos, como iba diciendo, se le agrega el calificativo o peyorativo, según prefieran, de pobre. "Pobre George Nowells", repetían algunos con la intención de sentir compasión, cuando en realidad sentían gozo y empoderamiento. Así son los humanos, dichosos de las desgracias de los demás. Aunque se llenen la boca de falsas conmiseraciones. El segundo motivo de aquello era que tenía una hija ciega. Y para 1800, tener una hija ciega, significaba tener una vaca sin leche. Pero como ya he mencionado anteriormente, a George aquello le era completamente indiferente. Y para él, su querida Abby, era tan válida como el resto de las damas. 

¿Más motivos? Un heredero adicto al opio, una nuera prostituta, una hija presuntuosa y una esposa demasiado paciente. 

"Pobre George", su madre fue la primera en decírselo cuando contrajo nupcias con Patience Nowells. Patience había nacido en una familia decadente del oeste, ni si quiera tenían un título que ostentar o una dote que ofrecer. Pero como siempre, el gran y profundo corazón del Conde de Sussex, tuvo más peso que su raciocinio. Sí, habría podido aceptar la oferta de la Duquesa de Westminster, y haberse casado con una de las muchachas casaderas más ricas del país. Pero no, Patience era mejor. Aunque no es objeto de esta narración explicar los motivos por los cuales George se enamoró de Patience, la hija de un acomodado banquero. 

Ese peculiar matrimonio tuvo cuatro hijos: Albert ( el adicto al opio), Catherine ( la esposa del magnate), Abigail ( la ciega) y Jane (la presuntuosa). 

—No estoy nada mal— se dijo a sí mismo una mañana. Después de cincuenta años de haber nacido y mirándose en un espejo. 

Bien, por nada mal, él entendía una barriga bastante salida, el pelo canoso y los años jóvenes arruinados. Era un optimista, un hombre digno de admirar. Pese a todo nunca perdía la sonrisa y era experto en ignorar los problemas. Y aunque algunas veces había intentado ser sensato y enfadarse cuando la situación lo requería, nunca había salido victorioso. Sus intenciones eran más que adorables, eran encomiables. Puesto que era pedir peras al olmo que un ser tan bondadoso por naturaleza, fuera capaz de proyectar un mínimo de oscuridad a su alrededor. 

A esos cincuenta años, se veía con la díficil tarea de presentar a sus dos últimas hijas en sociedad. 

—¡Papá! ¡Vamos! Estás tardando demasiado —vociferó una ansiosa Jane desde la puerta. 

—Sí querida hija, ahora salgo —se apretó el corbatín para armarse de valor. 

En el último año había sido encerrado en la cárcel por deudas y no estaba seguro de cómo irían las cosas en la casa que habían sido invitados. A él le importaban bien poco las críticas, pero no quería que sus pequeñas sufrieran. Pasara lo que pasara estaría a su lado... 









La familia Nowells (Edición especial)Where stories live. Discover now