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¿Cuando una broma deja de ser una broma y se convierte en acoso? Es lo que probablemente ronda la cabeza de muchos estudiantes desde que un grupo de especialistas contra el bullying vinieron a darnos una charla sobre el tema. Hasta entonces yo no podía imaginar que un juego entre compañeros podía volverse peligroso. Solo era eso, un juego.
Pero entonces, al final de la charla Tyler comenzó a llorar.
Y yo me enfadé.
Me molestó de sobremanera su forma de victimizarse, de darse protagonismo como si estuviera viviendo un verdadero infierno. No lo hacía de forma directa, pero estaba claro que nos acusaba a mí y mis amigos. Me pareció la persona más débil y exagerada del mundo. De hecho, Tyler ni siquiera solo ser la diana de nuestras bromas. Cierto que habían sido varías las veces que Gally le quitó la gorra y colocó sobre los estantes más altos, o que pintó su cuaderno en páginas con apuntes escritos. También los demás habían tenido alguna intervención con él, pero nada tan grave como para echarse a llorar, y menos delante de los profesores.
Nos dio tanto asco, que cuando uno del grupo propuso darle una paliza a la salida de la escuela, todos estuvimos de acuerdo.
Después de aquel día, nadie volvió a meterse con Tyler. Literalmente, nadie. Se le hizo un vacío espectral, y a los pocos meses, cuando finalizó el curso, se vio obligado a abandonar el colegio.
Muchos nos culpaban, pero todos lo hacían en silencio, porque éramos fuertes. Éramos los más fuertes de la escuela, y ninguno del grupo terminó de comprender la charla sobre acoso, los que nos hacía más peligrosos.
