━ 𝐗𝐗𝐕: Como las llamas de una hoguera

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Fue allí, bajo una leve llovizna, donde pudieron ver con sus propios ojos el lúgubre foso al que su progenitor había sido arrojado sin contemplaciones, tras aguantar infinidad de insultos y vejaciones por parte de los subalternos de Ælla. Fue allí donde volvieron a sentir esa rabia que los embargó cuando el mismísimo Odín, Dios de dioses y Padre de todos, se les apareció en sueños para transmitirles la trágica noticia de que Ragnar había fallecido. Fue allí donde recordaron los momentos compartidos y lamentaron el tiempo perdido. Y fue allí donde la sangre del monarca sajón tiñó de rojo el suelo pedregoso.

Fue Björn quien se encargó de realizarle el Águila de Sangre. Él fue quien, pese a las súplicas y los sobornos de Ælla, le abrió en canal, rompiéndole las costillas y extrayéndole los pulmones. Los berridos del gobernante mientras agonizaba fueron música para los oídos de los presentes y la sangre que salpicó sus rostros durante el proceso el más dulce elixir.

Ubbe tomó una bocanada de aire, complacido por cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Uno de los principales responsables de la muerte de su padre ya había «pagado por sus pecados», tal y como solían decir los cristianos, de modo que solo quedaba otro con el que ajustar cuentas. Porque tanto él como sus hermanos estaban de acuerdo en que Ecbert era igual de culpable que Ælla, dado que no solo convirtió a Ragnar en su prisionero cuando este se presentó en su fortaleza junto a Ivar, encerrándolo como a un vulgar perro, sino que, para más inri, no lo dudó a la hora de entregarlo al rey de Northumbria, aun sabiendo que este ansiaba su cabeza desde hacía muchísimo tiempo.

Se llevó la jarra de hidromiel que sostenía en su mano derecha a los labios y dio un largo trago. Apenas un instante después, se secó las comisuras con la manga de su camisa y paseó la mirada por las personas que había congregadas a su alrededor, las cuales festejaban por todo lo alto su inminente triunfo sobre los sajones.

Habían acampado en el bosque, muy cerca del sucio agujero en el que Ragnar había vivido sus últimos momentos, antes de ser devorado por un puñado de serpientes. Se habían encendido voluptuosas hogueras, cuyas columnas de humo se alzaban hasta prácticamente tocar el cielo estrellado, y aderezado la velada con música y alcohol. Algunos hombres y mujeres reían a mandíbula batiente en tanto compartían sus experiencias en el campo de batalla con sus camaradas, reviviendo cada embiste, cada mandoble... Y otros danzaban en torno a las ardientes fogatas.

Los labios de Ubbe se curvaron en una inapreciable sonrisa cuando sus iris celestes se desviaron hacia una de las figuras que bailaban junto al fuego. Aquella silueta —que él muy bien conocía— giraba sobre sí misma con gran alborozo, provocando que la falda del vestido que llevaba puesto se elevara varios palmos por encima de sus tobillos y que sus rizados cabellos centelleasen debido a la incandescencia de las flamas.

Aquella noche Drasil lucía hermosa y despampanante, tanto que casi parecía brillar con luz propia. Había sustituido su ropa de escudera por un sencillo kirtle que se ajustaba perfectamente a sus pronunciadas curvas y limpiado los restos de sangre y suciedad que se habían quedado adheridos a su piel tras la batalla. Su larga melena bailoteaba sobre su espalda, siguiendo el ritmo que ella misma marcaba con cada uno de sus movimientos, y su reluciente sonrisa parecía querer competir con el fulgor de las piras que ardían a su alrededor.

 Su larga melena bailoteaba sobre su espalda, siguiendo el ritmo que ella misma marcaba con cada uno de sus movimientos, y su reluciente sonrisa parecía querer competir con el fulgor de las piras que ardían a su alrededor

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