2- Hoy se acabará todo

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Era una sensación extraña, la de estar hundiéndote en algo que te arrebata las sensaciones. Veía la superficie, claramente era agua, pero no se sentía como tal. No tenía frío, no necesitaba respirar, y mis ojos estaban abiertos sin molestia alguna. Me estaba adentrando en un lago de incertidumbre, y no podía ni siquiera sentir miedo. Nada tenía sentido, y cuanto más me hundía más me alejaba de la realidad. Pero había algo que me confirmaba que no estaba soñando: el reloj de arena. Lo sentía en mi mano. Cuando lo alcé lentamente frente a mi faz con el pulgar y el índice, tal y como hice cuando lo recogí del suelo, descubrí que la arena del interior brillaba con cada vez más intensidad. Y no sólo eso, también estaba atrapada en la parte de arriba del reloj, como si la cintura de éste estuviera atascada. Era curioso que me fijara en aquellas cosas dada mi situación, pero no podía hacer gran cosa. Sólo aferrarme al reloj con fuerza y cerrar los ojos.

Y, de repente, noté gotas de lluvia en un cristal justo a mi lado. Me tomé mi tiempo al abrir los ojos, sabiendo de antemano que no iba a ver la lejana superficie de nuevo. Mis sospechas se confirmaron, y lo único que se planteaba frente a mí era una desordenada y oscura habitación desconocida. Parpadeé un par de veces, pero era efectivo que la vista no me engañaba. No entendía nada, pero traté de no alarmarme, por mucho que me estuviera costando.

Tragué saliva y giré la cabeza hacia la ventana de las gotas de lluvia. Gris y verde, difuminado por el agua que caía cada vez con más intensidad. El campanar de la capilla confirmaba que era Arboleda, sin lugar a duda, pero seguía sin saber en qué habitación estaba yo.

Algo temeroso de levantarme, miré el reloj. Ahora la arena bajaba, pero muy lentamente. Me extrañó también ese hecho, así que lo giré para intentar que funcionara correctamente. Fue entonces, cuando vi que la arena seguía cayendo hacia arriba, que me empecé a preguntar seriamente si había perdido la cabeza. Cerré los ojos y me refregué la mitad de la cara con frustración. A estas alturas no sabía si valía la pena si quiera cuestionarme la veracidad de la situación. Menos aun cuando me percaté de la mano con la que me había tocado la cara.

Estaba bastante seguro de que aquella no era mi mano.

Busqué con la mirada algo para poderlo comprobar, y encontré un pequeño espejo a un lado del cuarto. Estaba cada vez más oscuro, así que me levanté de la cama en la que estaba sentado y encendí la luz, acompañado siempre por el sonido de la lluvia. Cuando me giré hacia el espejo dejó de importarme todo en general, puesto que aquello era lo más chocante sin duda.

Atrapado en el espejo había un chico de tez morena y el pelo recogido en una media cola dejando dos mechones caer a los lados de su cara. Un castaño tan oscuro que parecía negro. Vestía una chaqueta tejana de una o más tallas de sobra, coronada por una capucha gris, y también una camiseta blanca bajo ésta. Conocía esa horrible elección de ropa, conocía esa piel y esa cara, y esos ojos negros clavados en los míos. Era Leo.

Seguía sin dar crédito a lo que veía en ese trozo cuadrado de cristal. Me moví hacia él, y el reflejo hizo lo mismo. Alcé la mano frente a mí, y vi que seguía sin ser mía. Pero era mía, la estaba moviendo yo. Volví a bajarla. Toqué el pelo de Leo con la mano de Leo. El corazón de Leo se aceleraba a medida que iba asimilando la realidad. Toqué su cara, paseé por sus cejas, su nariz y sus labios. Trague su saliva.

— ¿Qué cojones...?

Me tapé la boca al percatarme de lo que acababa de hacer, y los ojos de Leo parecían a punto de salirse de sus órbitas. Su voz. No era la mía, la que dejó de existir, era la suya. Mi expresión cambió a una que ni siquiera yo podía leer, y tuve que tragarme mis ganas de llorar ante aquello. Podía hablar, de verdad podía hacerlo. Pero, cuando iba a probar a decir algo de nuevo, escuché una puerta abrirse con llave en la planta de abajo.

La voz de las BrujasWhere stories live. Discover now