III

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Yo fui el encargado de llevar a cabo el plan una vez mi pierna hubo sanado y, en la noche prevista, salí de mi guarida en busca de topos. Conocía un lugar frecuentado por estos esquivos animales que me enseñó alguna vez mi abuelo en una de nuestras expediciones. Tuve suerte, pude cazar un gran número de ellos y meterlos en unos sacos, donde los retuve durante algunos días.

Durante ese tiempo, preparé la receta de rábanos triturados que mi madre solía hacer para condimentar el pescado y, por unos días, sólo les alimenté con ella. Cuando los tuve preparados los esparcí por el Huerto de los Espíritus. Los hambrientos topos se jactaron rápida y gustosamente de los rábanos y en sólo unas noches el huerto estuvo casi destruido.

Los espíritus, alarmados, vinieron a la aldea en una especie de choza andante, que se movía muy rápidamente y soltaron en el huerto a varios perros para que dieran caza a los topos, pero los perros, irresponsables o mal amaestrados, comenzaron a comer rábanos sin preocuparse lo más mínimo por los topos. Los espíritus, al ver tal fracaso, recogieron rápidamente a los perros y procedieron a buscar los topos ellos mismos, cosa que se les hizo muy difícil e interminable. Entre la ocupación de la caza de los topos, la choza andante había quedado vacía de espíritus y la tentación venía a mí y me incitaba a ir a husmear en su interior.

Lo veía demasiado peligroso para arriesgarse, pero después de pensarlo muy bien, decidí intentarlo y logré introducirme en ella sin que nadie se percatara de ello. El interior era frío y muy poco acogedor. En uno de sus extremos había ya dos sacos llenos de topos. Aparte de eso nada más, por lo que decidí bajar, pero en ese instante vi acercarse a la choza andante varios espíritus portando sacos de topos.

No había tiempo para saltar de la choza andante, pues me descubrirían, así que, ante tanta presión, decidí esconderme en uno de los sacos que estaban vacíos y acurrucarme junto a los demás. Así logré engañarlos. Podría viajar junto a ellos en la choza andante hacia su pequeña aldea, podría entrar en ella sin que me detectaran. A punto estuvo de descubrirme uno de aquellos perros con su maldito olisqueo, pero afortunadamente no pasó de eso.

Cuando la choza se puso a andar, todo en su interior comenzó a temblar, y los topos, los perros y yo mismo no dejamos de movernos de un lado a otro. Pasado un rato empecé a marearme y mi estómago comenzó a rugir otra vez como si hubiera vuelto a comer los frutos de aquel liemo. Aquel paseo me sentó fatal. Después de bastante tiempo de camino, en el que recorrimos el mismo camino que la noche en la que fui alcanzado por aquella lanza de fuego, oí ruidos extraños que no había escuchado jamás, primero delante nuestra y después por detrás. Y tras unos pasos, la choza andante se paró y dejó de rugir de aquella forma tan espantosa.

Todos los espíritus bajaron de la choza, arrastrándonos a los topos y a mí con ellos. Hablaban alto y claro pero sus palabras eran inteligibles para mí. Nos dejaron amontonados en el suelo y sus voces se alejaron poco a poco, aunque no dejé de oírlos. Cuando noté que no había ninguno cerca, procedí a salir del saco, lo cual no fue nada fácil, pues lo habían atado por fuera. Aun así logré salir de allí.

Me encontraba en su aldea, las chozas quedaban un poco apartadas del árbol a cuyos pies nos habían colocado. La noche era oscura fuera de la aldea, sin embargo, dentro había un gran resplandor y una luz sorprendente, como si aún siguiera siendo de día. Y aun así, confundía las chozas con la hierba del suelo, pues eran del mismo color. Eran pocas las que había, unas cinco ó seis, y estaban dispuestas en círculo.

Salí de entre los topos y me deslicé silenciosamente hacia una de ellas. En su interior brillaba otra luz y se oían aquellas extrañas voces. Me acerqué un poco más, hasta poder tocar la choza y descubrí un tejido tan extraño o más que su lenguaje. Era parecido a las pieles, pero mucho más grueso y frío, y tenía un tacto áspero en unos sitios y extraordinariamente liso en otros. Aquellas chozas parecían tan fuertes y resistentes que ni la más poderosa tormenta hubiera podido derribarlas. Además, estaban atadas al suelo con fuertes cuerdas, lo que las hacía aún más seguras. En el centro del círculo de chozas casi invisibles había una pequeña hoguera, pero estaba seguro de que aquella diminuta fogata no podía producir tan impresionante resplandor.

Sin embargo, después de un rato buscando, logré encontrar su origen. Aquella poderosa luz provenía de unas extrañas antorchas colocadas una en cada choza. Cegaban al mirarlas, como el sol. Después de mirarlas un instante mis ojos se quedaron ciegos momentáneamente. Únicamente podía ver aquel resplandor terrible, y me mareé. A cualquier sitio que miraba veía esas endemoniadas antorchas, que me persiguieron hasta conseguir que tropezara al intentar huir de ellas. No me lastimé, pero formé bastante escándalo al caer.

Me levanté con cuidado para no hacer más ruido innecesario, pero era demasiado tarde: estaba rodeado de espíritus. No sé como llegaron hasta mí, ya que no escuché sus voces ni sus pasos. Quizá lo hicieran cuando estaba atareado intentando desembarazarme de aquellas malditas luces. De cualquier modo, parecía que habían estado esperando a que metiera la pata para decir «aquí estamos», como un guerrero que sigue a su presa, acechando y esperando el momento oportuno para atacar.

Me cogieron de la melena para levantarme y después del cuello, con unas grandes manos que me lo rodeaban entero y me impedían respirar bien. Gritaron o hablaron muy alto, e incluso me parecía que bromeaban sobre mí y reían. Lo que estaba claro es que sabían quien era yo.

Me ataron fuertemente con cuerdas y me observaron de cerca, hecho que aproveché para también observarles yo a ellos. Eran de un color muy pálido, parecía que estuvieran enfermos. Algunos tenían cabello en la cara que les rodeaba la boca y se unía con el de la cabeza por las orejas, pero ninguno tenía el pelo tan oscuro como el mío. Eran, generalmente, bastante claros con algunas excepciones. Uno de ellos, que se acercó a mí bastante, tenía unos ojos tan azules como el cielo claro de la mañana. Eran prodigiosos.

Pero todo esto pasó muy rápidamente. La verdad es que estaba tan asustado que poco más pude ver entre sollozos y gritos de agonía y dolor. Todo había sido inútil. El esfuerzo y las esperanzas que Kusser había depositado en mí se habían destruido en segundos. Mi tribu moriría irremediablemente y yo el primero, todo había acabado. Los espíritus me habían atrapado y ya nadie podría salvarme, al igual que mi abuelo.

Por culpa de mi maldita curiosidad.

¿Por qué diablos había tenido que subir a la choza andante?, Nadie me lo había ordenado. Kusser podía haber trazado un plan mejor, pero ya era tarde. Todos estos pensamientos y muchos más con los que parecía lanzar a mi propia personalidad al abismo de la desesperación pasaron por mi cabeza mientras los espíritus me llevaban a no sabía dónde, en una de aquellas chozas andantes. Quizás me condujeran con la gente perdida de mi tribu, con mi abuelo Urko y también con mis abuelos maternos a los que no veía desde hacía muchos años.

Me habían arrastrado por todo el suelo hasta llevarme a ella. Sangraba por los tobillos. Tenía los brazos atados al cuerpo por unas fuertes sogas que me molestaban muchísimo. Pero ellos no reparaban en mi sufrimiento, sólo les interesaba llevarme a la choza andante.

Cuando la choza se puso en marcha, el dolor hizo que me deshiciera de mis pensamientos. Aquella cosa rugía enfurecida y corría desenfrenadamente por los caminos del bosque a gran velocidad. Ni Yuioèm, el mejor cazador de toda la tribu, hubiera podido darle alcance.

De pronto frenó. Estaba asustado. Me sacaron de su interior a rastras y me sentaron en el suelo mientras ellos discutían en su lengua. Desde donde estaba sólo veía árboles. En aquel momento no podría decir en qué parte de la isla me encontraba, aunque creo que habíamos atravesado toda la Gran Montaña, pero no estaba seguro porque las copas de los árboles no me dejaban ver las estrellas.

La brisa de la noche jugaba violenta con mi pelo y me lo arremolinaba en la cara, pero no podía apartármelo ni recogérmelo, ya que me era imposible mover las manos, que me dolían a horrores. Se lo hice saber a los espíritus que me guardaban, pero no sé si fue porque no me entendían o porque no me oyeron, ya que fue un susurro casi imperceptible para mí mismo. El caso es que ni siquiera me miraron, no logré llamarles la atención.

Cuando hubieron terminado de hablar, uno de ellos se acercó a mí, tanto que pude alcanzar a oler la fragancia de su atuendo. Era muy fuerte, jamás había olido algo igual. Desde luego, no era sudor porque nunca un sudor me había hecho estornudar. Alzó uno de sus brazos, me empujó la cabeza hacia abajo contra mi voluntad y me golpeó en la nuca con algo. Creo que llevaba algo duro en la mano, una piedra quizá, porque me dolió bastante. Después de eso no recuerdo más. 

Al otro lado de la lanza sagradaWhere stories live. Discover now