II

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Para cuando desperté, mi subconsciente ya había aceptado mi fatídica suerte y ni siquiera intenté moverme de donde me hallaba tendido. Un dolor agudo en toda la pierna derecha me recordó los hechos acontecidos hacía no sabía cuánto y la angustia se me atravesó en mi garganta, impidiéndome emitir ningún sonido.

Miré a mi alrededor intentando encontrar algo familiar y observé el aposento donde me encontraba, tenía el techo de hojas, las paredes de madera, pieles amontonadas, bolsas y redes que supuse para transporte, platos de madera, cucharas de concha, ollas de barro, un montón de cachivaches, que yo imaginé para mi tortura, y un cuenco de comida cercano a mi lecho. Después de todo, los espíritus no vivían en chozas muy diferentes a las nuestras.

Cuando me decidí a comer algo, ya que la idea de salir de allí arrastrando aquel dolor era impensable, escuché a alguien moverse en un habitáculo contiguo y después acercarse hacia la puerta. El miedo me quitó el hambre que empezaba a mover mi estómago como dotado de vida propia e independiente. Esperé paralizado la entrada terrible, pero cuando el rostro de aquel espíritu se despojó de las sombras y se acercó a mí, descubrí con asombro que era un rostro conocido.

—¡Kusser! —dije casi gritando.

—Silencio, no tardarán en venir a buscarte aquí —contestó sin alterarse lo más mínimo—. Esta herida está muy mal —continuó sin prestar atención a mi expresión de incomprensión—. Has tenido suerte de que yo te haya seguido esta noche.

—Los he visto de cerca, no son como pensamos —dije atropelladamente.

—No me expliques nada, hijo, sé de sobra como son esos mal nacidos. Tengo mucho que contarte, Kefu, y tú también a mí, pero éste no es el momento; hay que buscar un lugar seguro en el bosque —replicó con aire resuelto—. Esperaremos a que se cure esa pierna para actuar.

Yo no entendí nada, pero sus palabras me infundieron una gran confianza y me dejé llevar a través del bosque hasta una cueva muy escondida que yo no había visto nunca, donde el Gran Chamán preparó todo lo necesario para vivir durante varias lunas y donde me puso al corriente de las artimañas de nuestros vecinos, los mal llamados espíritus.

Me visitaba cada dos o tres días y me curaba la herida. Me dijo que la red en la que había estado era la puerta de entrada a la aldea que los espíritus tenían en la isla y que la herida que había sufrido la había provocado una de sus lanzas de fuego, que siempre llevaban con ellos.

Me contó como, a partir de la captura de su hija, él había investigado, igual que yo, y había descubierto la naturaleza humana de aquellos seres malvados. No había tenido más remedio que pactar con ellos a cambio de mantenerla con vida. Él tenía que actuar de intermediario entre ellos y la tribu, impartiendo castigos que ellos mismos ejecutaban con crueldad y cautela. También habían salvado las vidas de muchos de los nuestros con sus medicamentos, pero en su beneficio.

Kusser informaba en muchas ocasiones a los espíritus de los posibles traidores que pudieran aparecer en la tribu incumpliendo sus normas, así ganaba bonificaciones para poder ver a Alíe y poder abrazarla tan sólo por unos momentos. Pero ahora él mismo era un traidor y tenía que hacer lo posible por no ser descubierto.

No quería dejar esta vida sin hacer nada por impedir el sacrificio de nuestra gente, aunque en ello se fuera la vida de su hija y la suya propia, que le importaba menos que la de la Alíe.

Trazamos un plan provisional para desmantelar a los espíritus e impedir que la tribu siguiera alimentándose de aquellos rábanos que, según Kusser, llevaban impregnada una sustancia colocada por los espíritus que nos mantenían dormidos mientras ellos cometían sus fechorías. Al mismo tiempo este alimento, que nos parecía tan esencial, nos iba quitando la vida poco a poco y mucho antes de nuestra hora. Yo recordé como la mayoría de la gente se volvía loca antes de la muerte y olvidaba su vida pensando sólo en los rábanos.

Al principio me costó perdonar al Gran Chamán por todo lo que había permitido, pero pensé en mi abuelo y también en mi madre y no tardé en darme cuenta de que yo hubiera hecho lo mismo que él.

Al otro lado de la lanza sagradaWhere stories live. Discover now