━ 𝐗𝐈𝐗: Limando asperezas

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—Te puso «Drasil» porque, desde el primer instante en que te tuvo en sus brazos, fuiste su Árbol de la Vida, la sujeción de su propio mundo —explicó Kaia. Giró sobre sus talones para poder encarar a su hija, que la miraba con ojos vidriosos—. Ojalá estuviera aquí para ver la mujer en la que te has convertido. Al igual que tu tía —musitó a la par que acariciaba su sonrosada mejilla con ternura.

Ante sus palabras, la susodicha se mordisqueó el interior del carrillo, en un vano intento por no ceder a esa vorágine de emociones que se había agolpado en su interior. 

Dioses, les echaba tanto de menos... Y lo peor de todo era que, a medida que transcurrían los años, su mente poco a poco iba olvidando sus caras. Ya no recordaba de qué color eran los ojos de Jórunnr, ni si a su padre se le formaban hoyuelos al sonreír. Su retorcido subconsciente había empezado a omitir ese tipo de detalles, y eso era algo que le entristecía enormemente.

Con un rictus amargo contrayendo sus facciones, Kaia volvió la vista al frente. Drasil la imitó, dejándose obnubilar por el hipnótico baile de las llamas, que se movían al compás del aire que se colaba por la ventana. Se arrimó al cuerpo de su madre y apoyó la cabeza en su hombro.

Kaia depositó un beso en su coronilla, para finalmente envolverla en un efusivo abrazo. El calor que le proporcionaba su retoño logró reconfortarla durante unas milésimas de segundo, aunque la congoja volvió a apoderarse de ella en cuanto su mirada se posó en uno de los cirios, concretamente en el tercero.

La Imbatible podía hablar de su hermana y de su marido con total libertad, pero había una persona a la que jamás mencionaba. Alguien cuyo solo recuerdo le producía un inmenso dolor.

Su hijo.

El hermano menor de Drasil, a quien llamaron Gunnar, era una herida abierta y supurante, una llaga que, por mucho tiempo que pasase, jamás terminaría de curarse. 

El pequeño falleció a las pocas semanas de nacer, cuando ya no tenía fuerzas ni para llorar. Kaia estuvo con él hasta el final, al igual que Søren, arrullándolo en sus brazos y susurrándole lo mucho que lamentaba que los dioses quisieran arrebatárselo tan pronto.

Porque podían superarse muchas cosas, como la muerte de una hermana o de un esposo, pero la pérdida de un hijo era lo peor que podía sucederle a una madre.

Porque podían superarse muchas cosas, como la muerte de una hermana o de un esposo, pero la pérdida de un hijo era lo peor que podía sucederle a una madre

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El último día del Solsticio de Invierno era el más importante de todos, dado que al caer la noche se celebraba la Vigilia Nocturna. Los lugareños, ataviados con sus mejores galas y en compañía de sus familiares y amigos, se reunían en la plaza del mercado para presenciar la quema del leño. Era en el centro de la ciudad donde un tronco de proporciones considerables se prendía para que ardiese durante toda la noche, a fin de ahuyentar a los malos espíritus, fomentar la prosperidad y reiniciar el Ciclo de la Vida.

Como cabía esperar, fue Lagertha quien ofició la liturgia. Luego de dar un pequeño discurso en el que recalcó lo maravilloso que había sido el Jól de ese año, la soberana, con antorcha en mano, inflamó el tronco que se erigía junto a ella, cuyas cenizas serían esparcidas al día siguiente por los campos de cultivo para potenciar la fertilidad de los mismos.

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