El Duque - Amor a los ancianos

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Si algo tengo que agradecer a mi trabajo, un trabajo al que me vi abocado más por necesidad que por vocación, es la oportunidad que me da de conocer a la gente y, sobre todo, las circunstancias que les rodean.

Nunca pensé que la labor de un camarero fuese tan compleja, pues lo es, desde que perdí mi anterior trabajo y tuve que meterme a trabajar en este bar, no tendría tiempo suficiente para contar la cantidad de historias y situaciones que he llegado a conocer, ver e incluso, vivir; muchas han sido surrealistas, otras hilarantes hasta rozar el límite de lo absurdo. Aquí también te enteras de cosas horribles y vives muchos momentos tensos y desagradables, pero tengo que reconocer que esos son los menos, en general, el balance es positivo; afortunadamente la gente es mucho mejor de lo que parece y "todo el mundo es bueno" o, al menos, la gran mayoría; lo malo, felizmente, aun es excepción.

Quizá de todas las historias que he conocido la que más me ha enternecido es la historia de El Duque. Y, ¿quién es este señor? Pues uno de nuestros clientes habituales. Cada mañana, llueva, truene, granice o haga un calor de justicia, como un reloj de mecanismo suizo aparece en el bar puntual a su cita con el desayuno; invariablemente, aparece todos los días a las nueve de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos. A pesar de ser cliente del local desde hace más de diez años, nadie, ni siquiera el empleado más antiguo conoce su nombre; así que todos le apodamos así por su pose envarada y altiva.

El Duque es un anciano enjuto, flaco de carnes y muy alto, de una estatura fuera de lo común para su edad, estirado e impecablemente vestido a la moda de los años 50, sombrero incluido, siempre aparece con su chófer, un hombre ya entrado en años pero bastante más joven, que luce un uniforme también pasado de moda, pero impoluto.

El anciano nunca se dirige a nosotros, se limita a mirar con lejanía todo lo que le rodea, no es normal, pero algunas veces parece indicar con su gesto la extrañeza de que alguien de su posición pueda acudir a un sitio tan vulgar, pero eso es en raras ocasiones. Debe ser parco en palabras y sólo se dirige a su empleado, que es quien hace de intermediario, aunque no es necesario, ya que El Duque siempre toma lo mismo: un vaso de leche tibia —ni caliente, ni fría, haga frío o calor la leche siempre tiene que estar tibia— y una trenza que no tenga apenas azúcar, así que hay que sacudirla antes de llevársela a la mesa.

El chófer nunca toma nada, ni siquiera en la barra, se limita a permanecer muy firme junto a la mesa de su señor para atenderle en caso de necesidad. Y es él, quien cuando, el anciano termina su desayuno abona la pequeña cuenta.

Hoy cuando ha terminado su bollo, se ha dirigido de forma imperiosa a su chófer.

—Vamos Mario, ya sabe que me esperan a las once en punto en El Ateneo para la tertulia de los martes. De verdad, no sé cómo se empeña en traerme siempre a este sitio tan desagradable y con tan poca clase. Mañana tenemos que ir a desayunar al Ritz, ese sí es un sitio con la distinción que me merezco, y hace tiempo que no vamos, no sé porque esa manía de ir a lugares como este —espetó el anciano con voz agría e imperativa.

Pero ni era martes, y El Ateneo, por cierto un lugar que estaba muy cerca del bar, estaba cerrado por obras desde hacía meses.

Mario cruzó una mirada triste y cargada de vergüenza ajena conmigo.

—Disculpe a don Eusebio, él no suele comportarse así, bueno ya lo sabe, porque venimos cada día. El pobre cada vez está peor, la enfermedad le está consumiendo; esa enfermedad mental, que no física, que no sabemos si nos tocará pasar alguna vez a los demás, ni cómo, ni cuándo nos vendrá. Aún vive en el pasado, todavía cree que es un gran hombre de negocios querido, respetado y sobre todo rico. Piensa que vive en su palacete y apenas se da cuenta que vive en un piso de sesenta metros. Hace varios años que vio cómo su fortuna iba mermando cada día; los sirvientes se iban ante los impagos, perdió su negocio, su casa, sus amigos... La vida le dio la espalda, sólo le quedamos Sofía —mi esposa y, quien fue su ama de llaves durante toda la vida— y yo. No podíamos dejarle solo con su infortunio, no tuvimos corazón para que se le llevasen los de asuntos sociales a un centro de caridad. Él no habría resistido esa situación, entonces aún le quedaba la lucidez suficiente para darse cuenta de las cosas. Desde entonces, vive con nosotros, en nuestra humilde casa y de nuestras escasas pensiones de jubilación. Intentamos hacer lo que podemos, siempre fue bueno y justo con nosotros y, ahora, se lo compensamos devolviéndole el cariño que él nos dio. Por lo menos sabemos que se siente protegido entre gente conocida, que tiene un techo —que aunque no le pertenezca— puede llamar suyo y un desayuno cada día en un lugar, que aunque alguna rara vez se dé cuenta del engaño, habitualmente piensa que es el Ritz.

Una especie de congoja tonta, mezcla de pena y a la vez de alegría, me subió por la garganta. Había visto muchos actos de amor y lealtad, pero pocos como los de aquel matrimonio con su antiguo señor. Las horas pasaron lentamente el resto del día, sólo esperaba la hora del final de la jornada para volver a casa y dar a mi familia lo mejor que podía darles, todo mi amor.

FIN

Nombre: María José Cádiz - Miren

País: España

Mi blog: http://delpapiroaintenet.blogspot.com/

También participo en: http://lamedores.wordpress.com/

Antología SAN VALENTÍN: Relatos de amorWhere stories live. Discover now