Ella - Amor a los hijos

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Las manos le sudaban profusamente, el olor a habitación estéril le abnegaba las fosas nasales. Hacía un calor abrasador, pero tenía para congelar su cuerpo al frío de la incertidumbre. En su cabeza repiqueteaba solo una pregunta como un pájaro carpintero clavado en sus sesos, ¿Por qué?, ¿Por qué?, ¿Por qué?, ¿Por qué?

No había una respuesta, no una que la satisficiera, solo había una sensación, dolor. Tan común para ella, que ya empezaba a creer que a sus diecinueve años no había conocido otra cosa. Era un dolor desgarrador, pero necesario, indispensable para no terminar quebrándose, para no dar paso a la humillación, porque si lo hacía, si se dejaba cubrir por esta, se derrumbaría allí. En ese cuartucho apestoso a desinfectante. En esa habitación de paredes blancas que la ahogaba a cada minuto que pasaba y la encerraban aún más en su pequeño mundo.

La canción continuaba, ¿Por qué?, ¿Por qué?, ¿Por qué?.. Nunca cesaba, no lo había hecho desde que la pesadilla comenzara. Llevaba meses haciendo casa en su cabeza, como un tatuaje en cada una de sus neuronas, el himno de sus células grises, la insensible letanía. ¿Por qué?, ¿Por qué?, ¿Por qué?

Ya no buscaba una respuesta, ¿para qué serviría?; su dolor no mitigaría, la pena que acompañaba a ese canto ensordecedor que sólo ella oía, no desaparecería porque buscase una explicación a una acción que la había marcado para siempre, nada de lo que hacía en los últimos tiempos parecía hacerlo.

Bajó la mirada a sus dedos de uñas comidas, extendidos sobre su regazo. A sus manos débiles que no pudieron evitar el daño, que no pudieron defenderla de la vejación. Cerró los ojos tratando de que la pesadilla no apareciera nuevamente; al final de nada servía, la encontraba y la arrastraba a revivir aquello que, primeramente, no debió vivir.

Podía ver claramente, como en una macabra escena en cámara lenta, los golpes que venían, la agresividad diseminada en los ojos de esa bestia que una vez dijo llamarse hombre, podía sentir la saliva sobre su cara, la mano que parecía cortar su respiración a cada apretón brutal de su garganta. Podía escuchar los jadeos corrompidos, los desgarrones de su ropa y luego nada, el vacío. Era peor aún que sentir y a la vez una bendición, un producto nacido de su desesperación.

Sabia en lo más profundo de su ser, en lo poco incorruptible que quedaba de su alma, que se estaba perdiendo en ella misma, que esas manos vacías que miraba ahora con ojos nublados e insomnes para cualquiera que la detallara de cerca, no le servirían de nada nuevamente, no la ayudarían a salvarse a sí misma, a recuperar a la chica despreocupada y tranquila que una vez creyó ser.

Un pequeño eco estaba abriéndose paso en el interrogatorio perpetuo de su cabeza. Era la duda. La pequeña voz que le preguntaba si había hecho lo correcto o no, si había valido la pena al final, el haber venido a este lugar estéril a que manos desconocidas hurgaran nuevamente en ella. Esta vez con menos violencia pero no por ello, menos insensibles.

Miro hacia la parte baja de su abdomen, sabía que ya no había nada allí. Ella había estado mirando en todo momento con dientes apretados, con una especie de curiosidad morbosa, como si el espectáculo no hubiese tenido que ver con ella.

No había querido saber nada después de que terminasen, ni género, ni reconocimiento, nada para la vida que ella no había pedido cultivar en su interior.

Cerro los ojos nuevamente, dejándose arrastrar por el benemérito cansancio del sueño, que esperaba, quizás no apacible, pero si anestésico.

Pudieron ser minutos como quizás horas los que pasaron antes de que los murmullos se filtraran en su semiinconsciencia. Se mantenía en ese estado entre el sopor y la conciencia que aparece poco antes de despertar completamente. No deseaba abrir los ojos, ver nuevamente la realidad, se sentía extraña, más en paz de lo que había estado en meses y no deseaba que la arrancaran de ese dulce momento, ese pequeño e inesperado regalo.

Un suave peso cubrió sus manos vacías y en reposo. Los leves ruidos comenzaron a manifestarse más altos, repetidos. Sabía que ya no estaba sola en la habitación. "Aún no" - quería pedir- "solo déjenme un rato más" pero no lo consiguió. Abrió los ojos parpadeantes a la mortecina luz de la tarde que se filtraba por el cuarto, que ahora sentía ella, más fresco que antes.

Su mirada se aclaró mientras enfocaba el pequeño bulto en sus manos. Pánico filtrándose por sus venas al ver la pequeña carita arrugada de una niña. Una niña muy despierta que no le quitaba los ojos de encima, como si de una extraña manera la reconociese y solo esperaba que ella reparara en su presencia.

Sus manos comenzaron a temblar, víctimas de la incertidumbre. No podía quitar los ojos de ella. Tan diminuta, calva y de ojos oscuros como los suyos. Pasaron los minutos hasta que pudo darse cuenta que a parte de ellas dos no había nadie más. Quizás este era el momento que esperaba, quizás ahora podía irse sin que nadie la viese, podía dejarla en medio de la cama y nadie...

Sus frenéticos pensamientos fueron cortados con una hoja certera, al sentir el tacto suave e inesperado. Volvió a ver a la niña y se fijó en uno de sus dedos, encerrado en la manita diminuta de la creatura. Su respiración se cortó para dar impulso a un jadeo. Miró los ojos de la niña, tan fijos en ella, como pidiendo reconocimiento, "soy yo – decían - mírame". Y ella lo hizo.

La miró y sintió incredulidad por sus sentimientos. Podía sentir que algo muy dentro en su interior se rompía mientras una lagrima gruesa y silenciosa le bajaba por la mejilla, empapando la suave frazada. Y allí, en esa sala estéril, de paredes blancas sintió lo que nunca creyó volver a sentir, amor. Inesperado, fulminante, de la nada, pero aun así era amor. Y se dio cuenta, con una claridad elocuente, de que este podía ser tan increíble, tan mágico que podía filtrarse por la rendija más diminuta del pensamiento humano y hacerse casa en un segundo, que podía nacer de algo tan ajeno a el mismo, como la violencia. Ella, viendo esa cara diminuta de facciones irreconocibles encontró la respuesta a su porque. "Porque ella lo valía", el amor no justificaba lo que había sucedido, nada tenía que ver con ello, pero al final, viéndola a través de las lágrimas, se dio cuenta que sí lo valía.

ARIUSKA

Venezuela, (estado Lara)

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Antología SAN VALENTÍN: Relatos de amorDär berättelser lever. Upptäck nu