━ 𝐗𝐕𝐈: Será tu perdición

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La anciana correspondió al gesto, provocando que numerosas arrugas cincelaran el extremo externo de sus ojos, que continuaban siendo tan radiantes y vivaces como cuando era joven.

—Y precisamente por eso sé que la de hoy no es una simple visita de cortesía —tanteó, perspicaz. Sin romper el contacto visual con Kaia, que no había modificado la expresión de su semblante, se llevó una mano al mentón en un mohín inquisitivo—. ¿Me equivoco?

—No, no lo haces —atestiguó La Imbatible.

Hilda se tomó unos segundos para poder contemplar a su interlocutora, que permanecía envuelta en una elegante capa de piel de lobo. Para ella, Kaia siempre había sido una persona sumamente transparente, y aquella vez no había sido la excepción. Sabía que algo la perturbaba, podía apreciarlo en su mirada, en aquellos iris grises que tantas lágrimas habían derramado.

—¿Qué necesitas? —quiso saber la seiðkona.

Kaia inspiró por la nariz antes de contestar:

—He de preguntarte algo. —Descruzó las piernas y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en sus rodillas. Hilda la miró con expectación—. Algo a lo que solo tú puedes dar respuesta —remarcó en tono confidencial.

Hilda entornó los ojos, intrigada. Aunque no lo hubiese dicho explícitamente, sabía a lo que se refería. Era obvio que aquellas palabras poseían un doble significado.

Tras unos instantes más de fluctuación, la anciana se aclaró la garganta.

—De acuerdo —accedió—. Veré para ti.

 Veré para ti

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Kaia respiró hondo, permitiendo que aquel humo fragante, producto de la quema de resinas aromáticas vegetales, se colara en sus fosas nasales e inundase sus pulmones. Inconscientemente sus gélidos orbes fueron a parar a una de las esquinas de la estancia, donde aquellos bálsamos ardían en un pequeño cuenco de metal.

La voz de Hilda hizo que volviera la vista al frente.

Mientras machacaba en un mortero una extraña mezcla compuesta por agua, hierbas, hongos y raíces, la anciana se puso a recitar antiguos cánticos, frases de alabanza y enaltecimiento a los dioses. Eran oraciones cortas y simples, pero poseedoras de un enorme significado.

Con la fascinación relampagueando en sus titilantes pupilas, Kaia examinó a Hilda. Esta lucía un hermoso manto azul con incrustaciones de gemas de diversos tamaños y colores que centelleaban a causa de la escasa luz que se colaba a través de las ventanas, que habían sido tapadas estratégicamente por la völva. Atado al cuello llevaba un collar fabricado con cuentas de vidrio y de sus orejas colgaban unos pendientes que simulaban el cráneo de un ave. En sus manos, envejecidas debido a su avanzada edad, podían apreciarse numerosos tatuajes que iban desde las falanges hasta las muñecas y en la piel de su pómulo derecho resaltaba el grabado de la runa Perth.

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