El héroe - Amor a la humanidad

11 0 0
                                    

Cuando la tierra comenzó a temblar aquella noche, nunca me imaginé que terminaría así. Quiero decir, que uno sabe que, si tiene la mala suerte de vivir en un país activo sísmicamente, de vez en cuando se te moverá el piso. Más o menos fuerte, a una hora más o menos conveniente, pero ocurrirá. Aun así, cuando llega el momento, no te imaginas que esa será la ocasión; que esa vez no se quedará en un simple temblorcito; que será entonces cuando la naturaleza desate todo su poder.

Como decía, esa noche no me imaginé que viviríamos uno de los terremotos más grandes en la historia moderna. Y por eso, cuando todo empezó a venirse abajo y la seriedad del caso se hizo evidente, no pude evitar que se me apretara el estómago y que se me escapara un grito inconsciente mientras corría para abandonar el edificio.

Por supuesto, todo era caos. El terremoto aún seguía y, por ende, las luces se habían cortado y solo brillaban las tímidas bombillas de emergencia de los pasillos. Afuera sonaban alarmas de autos pero adentro el ruido era mucho peor. Podías escuchar cómo el edificio se estremecía desde sus cimientos, balanceándose gracias a la construcción anti-sísmica que, se suponía, mantendría el edificio en pie a pesar del desastre que estaba ocurriendo.

Yo salí corriendo de mi apartamento en el noveno piso y me dirigí hacia la escalera. En mi piso, casi todos los departamentos estaban vacíos pues todavía era verano y mucha gente no regresaba aún de sus vacaciones. Así que no me encontré a nadie hasta que hube bajado al piso 8. Allí, en el rellano de la escalera, había dos o tres personas sujetándose como podían de las barandas, que crujían y empezaban a retorcerse, amenazando con romperse.

- ¡Deben soltarse! – exclamé, haciéndoles señas – ¡Tenemos que seguir bajando antes de que el edificio se caiga!

No me dijeron nada. Uno de ellos, un joven de unos dieciocho años, me miró fijamente por unos segundos y luego, apretando los labios, echó a correr escaleras abajo. Las otras dos personas siguieron donde estaban. Solo entonces me fijé en ellos: un hombre de mediana edad, en pijama y descalzo, sujetando con fuerza del brazo a una anciana de unos setenta u ochenta años, en camisón y con zapatillas de noche, que se había dejado caer sobre uno de los escalones, aferrándose a la baranda.

- ¿Puede caminar? – pregunté, haciendo un esfuerzo por conservar la calma.

El edificio seguía moviéndose sin parar, cada vez más fuerte y, aunque yo no sabía cuánto rato había pasado desde que empezara el terremoto, tenía la sensación de que llevaba horas allí, intentando alejarles de la baranda y sintiendo cómo todo se desplomaba a mi alrededor.

El hombre negó con la cabeza y dijo algo que no escuché porque, justo en ese momento, un enorme trozo de concreto cayó entre nosotros. No alcanzó a hacernos daño, pero sirvió para espabilar a la anciana, que procuró incorporarse, soltando un sollozo.

Entonces no sé qué me pasó. Hasta ese momento yo solo estaba preocupado de que siguieran bajando, entre otras cosas, porque estorbaban en medio de la escalera. Pero, cuando vi a esa pobre mujer intentando levantarse, al hombre tratando de sostenerla con unas fuerzas que no tenía y que el edificio empezaba a soltar, cada vez con más frecuencia, trozos de su estructura, sentí una especie de ola de energía que me impulsó a saltar por encima del obstáculo que me separaba de ellos, al tiempo que gritaba:

- ¡No se preocupe, señor, yo la ayudo! ¡Siga bajando!

- Pero... ¡Es mi madre!

- ¡No discuta y baje! ¡Yo me encargo de ella!

El hombre dudó un instante pero, al ver que yo cogía a la mujer, se animó. Soltó al fin la baranda, que se torcía cada vez más, y empezó a bajar.

Bajamos y bajamos lo más rápido que pudimos, estrellándonos contra las paredes y tropezándonos con escombros y escalones que empezaban ya a agrietarse. Mientras, el terremoto seguía arrasándolo todo, interminablemente, como si estuviera decidido a borrarnos de la faz de la tierra. Mi corazón latía a mil por hora y la respiración se me entrecortaba por el esfuerzo físico, el polvo y el miedo. Pero seguí bajando lo mejor que pude, intentando salir de aquel infierno con la abuelita intacta.

Afortunadamente, ya estábamos casi en el primer piso, o eso me parecía a mí. El hombre gesticulaba delante de mí y la mujer empezó a gritar que la bajara, que ya estaba bien, que podía seguir por sus propios medios. Así que empecé a bajarla, deteniéndome por un momento en el rellano del primer piso, que llevaba a la salida de emergencia. Apenas la puse en el suelo, la señora corrió como pudo hacia su hijo, quien inmediatamente la abrazó y, volviéndose un instante, me dedicó una sonrisa agradecida. Mis ojos se encontraron con los suyos y yo le sonreí de vuelta, contento de haber ayudado a la anciana.

Y entonces ocurrió. La estructura de acero y concreto, que debería haber sido capaz de resistir un terremoto, nunca había sido construida con esa idea en mente. Las medidas anti-sísmicas que todo edificio del país debía tener, habían sido ignoradas por la constructora, con el fin de ahorrar dinero, por lo que la fuerza arrolladora liberada por las placas tectónicas fue más de lo que pudo soportar. Y el enorme gigante de cemento colapsó sobre sí mismo y se vino abajo, aplastando todo lo que encontró a su paso. Machacando la primera planta. Triturándome a mí.

Por fortuna, la torre se desplomó hacia el lado opuesto de la salida de emergencia, así que el hombre y la anciana y todos los demás habitantes que lograron salir antes del derrumbe, estaban a salvo. Solo unos pocos perecimos.

La sensación fue curiosa. En un principio, no me di cuenta de lo que había sucedido. Tardé unos segundos en comprender que aquel extraño apagón de un segundo que había experimentado significaba que mi vida había acabado, que mi cuerpo yacía desfigurado bajo toneladas de escombros. Cuando me vi a mí mismo, lo comprendí. Pero ya era demasiado tarde para preocuparme.

- Así que, después de todo, no lo conseguí... – me dije, algo incrédulo.

Y, luego, me elevé. Mi alma, más liviana de lo que jamás la habría imaginado, voló sin más hacia el alto cielo, dejando atrás la tierra y sus movimientos y a los hombres y su mezquindad.

ANDREA CLUNES VELÁSQUEZ

Chile

hiyokonojinsei.dreamwidth.org

Antología SAN VALENTÍN: Relatos de amorWhere stories live. Discover now