celos cap 10

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#Celoso #Final!

Capítulo 10
María tardó unos minutos en recuperarse, y cuando lo hizo sus ojos aún estaban lacrimosos. Esteban le apartó el pelo de la cara, con suavidad, y la besó apasionadamente. Pero notó que aún estaba bastante alterada, así que se levantó, sirvió una copa de brandy y se la dio.
—Tómatelo. Te sentará bien.
Sabía que no le gustaba el alcohol, pero a pesar de todo insistió en que lo hiciera.
—Vamos. Bébetelo de un trago.
El brandy, añejo, le quemó la garganta. Pero Esteban tenía razón. Le sentó tan bien que en seguida recobró la compostura.
—¿Y Alba? ¿Dónde está?
—No lo sé. Ha salido corriendo de aquí. Creía que había subido a su dormitorio, pero después he oído un coche. Así que es posible que se haya marchado a algún sitio, a tranquilizarse.
—Oh, Esteban…
María se estremeció. Su esposo la tomó en brazos y la llevó a la terraza que ocupaba la parte trasera de la mansión. Una vez allí, la dejó sentada en un banco.
—No llores. Ahora estás al sol, cariño, y no permitiré que la oscuridad vuelva a tocarte. Nos enfrentaremos a esto juntos, si me perdonas.
—¿Perdonarte? —preguntó, incrédula—. ¿Yo? ¿Perdonarte? Oh, Esteban, eres tú quien debería perdonarme. Siento tanto lo que hice…
—Cometiste un error, pero debí imaginar lo que había pasado. Debí comprender que no eres capaz de espiarme o dar crédito al primer rumor, que había algo siniestro en todo el asunto. Pero no podía dejar de pensar en el infierno que pasé durante los meses que estuviste alejada de mí. No podía vivir sin ti.
—Y yo no podía vivir sin ti. No vivía. Me limitaba a existir.
—Te amo, María —dijo con suavidad—. Siempre te he amado y siempre te amaré. Nada de lo que digas o hagas podrá hacer que sienta de otro modo. Eres la mujer de mi vida. ¿Puedes creerme? ¿Me crees?
—Sí, te creo.
—La vida nos ha jugado una mala pasada. Primero con Héctor y ahora con esto. Pero te amo mucho más de lo que te amaba cuando te marchaste. Es la verdad. Cuando vi tu cara, mientras Alba hablaba contigo…
—Ya ha pasado —dijo, acariciando su cara para animarlo—. Pero no comprendo cómo has sabido que estaba aquí. No se lo había dicho a nadie.
—Excepto a un loro.
—¿Benito?
—Benito, exactamente —sonrió, para su asombro—. Esta mañana no tenía intención de ir a trabajar. Sabía que tenía que hablar contigo para arreglar el problema que teníamos, pero cuando te vi en la cocina no supe cómo empezar.
—¿No supiste? —preguntó, atónita.
—¿Tienes idea del poder que ejerces sobre mí? —preguntó en un murmullo—. Fui a dar un paseo para aclararme la cabeza y regresé al cabo de un rato para hablar contigo. Benito estaba chillando con todas sus fuerzas. Nadie podía hacer que se callara.
—Oh, la comida… Olvidé darle el resto de la fruta.
—Exacto. Y debió asociar la frustración con el nombre de mi hermana y con el tuyo, porque no dejaba de repetirlos.
—Así que pensaste que estaba con Alba…
—En efecto.
—Alba me ha dicho que no puede tener hijos, Esteban. ¿Te habían comentado algo Romano o ella?
—No, nada —dijo, apartándose de ella durante un momento—. Pero será mejor que lo llame para que venga. Sé que voy a hacerle daño, pero tenemos que enfrentarnos al problema de Alba. Está enferma. Te pido perdón en su nombre.
—No es necesario. No me importa lo que ha hecho ahora que volvemos a estar juntos. La ayudaremos.
—Oh, María…
Esteban se inclinó sobre ella y la besó apasionadamente, una vez más.
—¿Te sientes con fuerzas para permanecer aquí hasta que hayamos hablado con Romano? —preguntó Esteban, minutos más tarde.
—Quiero estar donde tú estés. Eso es todo.
—Estarás siempre conmigo, mi amor, de hoy en adelante.

Romano viajó tan deprisa que realizó el trayecto entre Nápoles y la mansión en la mitad de tiempo. Cuando oyeron que su Ferrari había aparcado en el vado, Esteban se levantó y María permaneció en la terraza.
María no llegó a enterarse de lo que pasó entre los dos hombres. Cuando aparecieron, unos minutos más tarde, Romano estaba pálido. Se dirigió a ella y la abrazó, en un gesto afectuoso muy poco común en un hombre tan orgulloso.
—¿Qué puedo decirte, María? Ha debido ser terrible para ti. Y para ti también, Esteban. Es increíble. No sabía nada sobre ese asunto de Ana Rosa, aunque hace tiempo que sé que Alba no te apreciaba demasiado. Pero le habría disgustado cualquier mujer que se casara con su hermano. No podía soportar que otra joven atractiva entrara en su familia. En realidad no tiene nada personal contra ti, María.
—Romano… Alba ha dicho que no puede tener hijos. ¿Es cierto?
—Más o menos —respondió Romano, sacudiendo la cabeza—. Los médicos dijeron que si se operaba podría tener hijos, pero las operaciones le asustan tanto que ha llegado a convencerse de que su problema no tiene solución. Con el tiempo ha desarrollado un odio abierto hacia las jóvenes, hasta el punto de que resulta evidente incluso para mí. Ya hemos tenido algunos problemas antes del vuestro.
Romano cerró los ojos durante unos segundos. Todo aquello era muy doloroso para él.
—Romano, si quieres podemos hablar en otro momento…
—No, no. Debéis comprender que hay cosas que deben quedar en el seno de la pareja. Pero el comportamiento de Alba no me deja más opción que revelaros todos los hechos. Cuando decidió que no podría tener hijos su estado empeoró ostensiblemente.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó María.
—Hace tiempo que está en tratamiento. Insistí en que fuera al psicólogo porque estaba muy preocupado, aunque al empezar se distanció de mí. Lo interpretó como una injerencia en sus asuntos. En cualquier caso, el psicólogo cree que el asunto de su supuesta incapacidad para tener hijos no es la causa de su comportamiento. Solo ha actuado como catalizador de un problema más profundo.
—Entonces, ¿cuál es la causa?
—No lo saben aún. Pero soy optimista al respecto.
—¿Por qué no me lo habías dicho? Tanto Alba como tú habéis estado viviendo un infierno y no me lo dijiste. ¿Por qué? Habría intentado ayudaros de algún modo.
—No podrías haber hecho nada. Son cosas que pasan. Y es mi esposa, Esteban, hasta que la muerte nos separe.
—Oh, Romano…
María se acercó a él y apretó su mano, con afecto.

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