Parte antepenúltima

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Cruzó la puerta con cautela, con un dolor punzante en el centro del pecho, con el alma hecha pedazos

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Cruzó la puerta con cautela, con un dolor punzante en el centro del pecho, con el alma hecha pedazos. Era tan irreal lo que había pasado que no podía siquiera llorar, aunque por dentro lloviera sin parar. Recorrió el lugar con miedo de romper sus pertenecías, no quería violar aquel lugar que se convirtió en su santuario; un rincón al cual ir cada que la añorase. Tuvo que comprar el apartamento para que no lo profanaran; para convertir en suyos sus espacios.

Su partida le había afectado la vida entera. Se transformó en obscuridad absoluta, en silencio, en depresión prolongada, ira, impotencia, en insomnio. Fue hasta la esquina que había bautizado como el área de lectura y sacó el cajón de las cartas que Flor le había dedicado, pero que jamás le envió. Ojalá lo hubiese hecho. Son tantas las cosas de las que se arrepiente, empezando por no haberla detenido aquel día en que al fin fueron uno solo. Tal vez estaría ahora mismo enredando sus dedos en su hermoso cabello, tal vez estaría aspirando el dulce aroma a frutas de su cuello... o al menos, viéndola dormir como lo había hecho aquella noche en la que tuvieron intimidad. Ojalá hubiesen tenido la misma comunicación de siempre después de su encuentro, así la hubiera protegido de todo y solo tal vez no estaría llorando su ausencia.

Extrajo la misiva del día correspondiente: la vigésima quinta.

Carta #25 al desconocido que me marcó para siempre

Te he visto cruzar la calle. No te diste cuenta de mi presencia, pero te observé ir de la mano con aquella chica pelinegra. Se veían tan felices que es imposible no sentir un poco de envidia. Ojalá fuese yo la que agarrara tu mano. Para ser sinceros, nos veríamos bastante bien juntos. Admito que los celos me carcomen al saberte esclavo de otros labios que no sean los míos.

Ay, desconocido, verte revivió aquel calor que siempre provocarás en mí.

Esta noche he evocado tu recuerdo, he reclamado tus manos sobre mi cuerpo en silencio, como aquella vez. He visto tu rostro de placer mientras penetrabas mi alma y mi ser. He escuchado de nuevo aquella voz llena de excitación que me preguntaba una y otra vez que a quién yo le pertenecía... Me sorprendió haber respondido en voz alta como en aquella ocasión: «Soy tuya desde hace siete años.» Me he estremecido al recordar el rugido que profirió tu garganta al saber que yo era tuya.

Cuando el orgasmo llegó, lloré. Me sentí patética, estúpida... No ha habido otros labios, otros cuerpos, otras caricias que me provoquen lo que tú en una sola noche lograste. Deseé ser valiente y reclamar tu amor. Pero no lo soy, ni nunca lo seré. Y es que en cuestiones del amor soy una cobarde.

Hoy me acostaré con una pregunta retumbando en mi mente: «¿Pensarás en mí?» Y me responderé que es imposible porque, al fin y al cabo, fuimos dos desconocidos que se deseaban como dementes y que saciaron las ganas, nada más.

No te miento, deseo que para ti esa noche hubiese sido tan significativa como lo fue para mí.

Dobló la carta y cerró los ojos por unos cuantos segundos. Las lágrimas comenzaron a aflorar, como siempre pasaba cada que leía las palabras de Flor. Recordó lo que pasó luego de ese día— porque claro que vio a lo lejos—. La ignoró deliberadamente, fingió felicidad por estúpido, para atestar un golpe.

Luego la buscó. Estaba en la misma cafetería que frecuentaba a diario. A veces se hallaba sola leyendo un libro y otras acompañada. En esa ocasión estaba regalando su hermosa sonrisa a un tipejo que tenía un sello en la frente que claramente decía "Soy un pendejo." Era egoísta sentir celos, pero Dios sabe que le recorrieron toda la anatomía.

Esperó a que Flor saliera y la embargó de camino a su auto. La agarró por el brazo y un cosquilleo le sacudió el cuerpo. Ella lo observó sorprendida y él estaba seguro de que estaba nerviosa, pero rápidamente endureció su rostro y lo disimuló bastante bien. Si no fuera porque la conocía a plenitud, no lo hubiese notado.

Se veía tan hermosa. Su piel morena tan bien cuidada, sus dientes casi perfectos, su pelo, sus curvas...

—Ah, hola. Qué susto me has dado. ¿Estás bien? —preguntó casual.

—¿Quién era aquel?

Ella frunció el ceño y resopló ante tal cuestionamiento.

—Dime qué quieres, Ezequiel.

—Yo... te vi y quise saludar—respondió seco.

—Ah, qué bien... Pues ya lo hiciste. Nos vemos—dijo dando un giro dramático para marcharse.

—Espera— pronunció tomándola nuevamente por el brazo.

Quiso decirle tantas cosas en ese instante, pero ninguna palabra salió. Flor se quedó expectante, pero nada sucedió. Subió al coche y no miró atrás.

Ezequiel se quedó en el mismo lugar viéndola marchar una vez más. En ese entonces pensaba que una mujer como ella no necesitaba ataduras, mucho menos como él. Ella era fuerte, decidida, terca. No se aferraba a las personas, aunque las amara con toda su alma. Ezequiel prefería verla y admirar su seguridad, su belleza, su libertad. Si él entrase en su vida, de seguro todo lo que la enloquecía de Flor se esfumaría. Porque él estaba consciente de que no sabía amar bien. Era posesivo algunas veces, egoísta, frío, reservado, inseguro. Flor era todo lo contrario. Eso lo intimidaba de una forma excitante. Sin embargo, le asustaba. Las mujeres como ella hay que amarlas en el silencio porque una vez las dejas pasar no tendrías escapatoria jamás.

De haber sabido el trágico final de Flor, jamás se hubiera acobardado.

Abrió los ojos y apartó el doloroso recuerdo. Se levantó y caminó hasta el sótano. Ese fue el único espacio que se animó a profanar; lo había amueblado para convertirlo en su taller de pintura. Puso en el reproductor de música el acto III de Turandot y se sentó frente al lienzo. Flor le sonreía del otro lado, intacta, perfecta, brillante, rebelde, coqueta, sensual, libre; así como lo fue en vida.

«Ojalá me hubieras dicho lo que sentías, Flor. Te aseguro que hubiese dejado de ser un desconocido para ti.», le mencionó a la pintura. 

Des[conocidos]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora