Capítulo 24.

8.8K 647 51
                                    

Finas gotas de lluvia golpeaban con firmeza la ventana corrediza que daba al balcón, mientras que que una chica de cabellos castaños observaba con inercia una de las cosas que se había prometido nunca volver a usar. El vestido negro y simple yacía estirado sobre la cama, esperando ser usado nuevamente, luego de muchos años.

Me introduje en él con lentitud, mientras sentía como la suavidad de la tela negra acariciaba mi cuerpo, consolándome por el duelo que mi alma estaba pasando. Pero nada podía consolarme ya, había sido todo en vano.

Me miré en el espejo de la habitación, sólo para ver que la chica de cabellos castaños había adelgazado mucho luego de los dos días del velorio en los que no había probado alimento. Mis ojos se encontraban hinchados, con manchas rojizas alrededor de las órbitas. No había dejado de llorar, pero ese día en particular me sentía vacía, como la cantidad de lágrimas que había derramado por Sonia Deville se hubiese agotado.

Sobre la peinadora se hallaba un cepillo de cerdas finas y suaves que había sido de mi madre, y desde su muerte lo había adoptado como mío. Me cepillé el cabello varias veces hasta que estuvo tan lacio como solía ser el día en que llegué a San Antonio. Me sujeté el cabello en una coleta de caballo y me puse unas zapatillas igual de negras que mi vestido. Sin más que hacer, pues no quería maquillarme ni hacer más de lo apropiado, me dispuse a salir de la habitación. 

El pasillo del segundo piso parecía lúgubre, sucio. Con cada paso que daba, parecía que la hermosa villa blanca tenía muchos años vacía. Finalmente llegué a las escaleras, para ver todo el movimiento que estaba ocurriendo abajo. 

Aproximadamente una docena de policías examinaba el lugar dónde la rubia había sido asesinada. Algunos tenían cámaras fotográficas, tomándole fotos a todo el lugar. El velorio había acabado, pero ahora venía el peor de los momentos: el paseo final de Sonia Deville por San Antonio hacia su lugar de descanso.

Decidí bajar las escaleras, pero por más que quería darme prisa por salir de aquel lugar, mi cuerpo estaba lento, fatigado.  Era como si la parte física de mí quisiera quedarse en aquella mansión para siempre, escondida de todos, imaginando que nada del horror de hacía dos días había sucedido.

De pronto, observé los movimientos de otros oficiales de policía. Procedían a apagar las luces de la casa, una por una, hasta que uno llegó al interruptor de la sala, dispuesto a extinguir la luz de la hermosa lámpara. Fue en ese momento que perdí el control.

-¡No! ¡No apagues la luz!- exclamé, sintiendo como mi garganta se desgarraba de nuevo, produciendo un sonido gutural al final de la frase. Corrí a una velocidad que me pareció sobrenatural directo hacia el atrevido oficial. -A Sonia le gusta dejar una luz encendida- le dije con voz dura, apartando fuertemente su mano del interruptor y observando su cara de incomprensión.

-A Sonia le gusta dejar una luz encendida.- repetí, mientras rompía en llanto de nuevo, cuando sentí que unas manos enormes me tomaban por los hombros y me daban la vuelta. Me encontré llorando en el pecho de Stefan Deville, el hermano gemelo de Sonia. Él no había sido capaz de ver el cuerpo de su querida hermana dentro de un ataúd, por lo que no asistió al funeral.

El que sí asistió, para más dolor, fue el padre de los hermanos.

El señor Sven Deville tomó el primer vuelo directo del lejano Edimburgo hasta Caracas. Cuando se enteró de lo sucedido, el señor de unos sesenta años, con cabello tan rubio que tiraba a blanco y de ojos tan aguamarina como los de su amada hija, causó un incendio en su casa en Edimburgo. Había preferido morir entre las llamas que enfrentarse a la cruel realidad que le esperaba en San Antonio.

La verdad, yo me sentía exactamente igual. Habría preferido morir mil veces aquella noche de octubre en el estacionamiento del salón de fiestas, la noche en la que Ariel intentó matarme, que haber entrado a la casa de Sonia y verla allí, tirada como una muñeca, indefensa, herida.

Estrella Fugaz (Sol Durmiente Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora