EL DESEO DEL DEMONIO 7

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7 PARTE DEL DESEO DEL DEMONIO

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Su falda era de seda verde hierba su manto de terciopelo fino, de las tremadas crines de su jaca pendían cincuenta y nueve cascabeles.

Balada del Siglo XV

Elysia estaba sentada mirando por las grandes ventanas empotradas el agitado y gris mar allá abajo, las furiosas olas golpeando pesadamente contra las rocas en la base del acantilado. La espuma blanca saltaba en el aire como una fuente gigantesca. La lluvia, que había sido continua desde la noche de su llegada, hacía una semana, había cesado finalmente, dejando paso a oscuros cielos amenazadores.

Elysia se estremeció y se puso de pie, cerrando el chai sobre sus hombros, y fue a sentarse en un sillón de raso a rayas verdes y azules, ante el chisporroteante fuego. Los leños lanzaban chispas anaranjadas cuando ardían brillantes en el hogar.

Había visto poco a lord Trevegne, como no fuera durante las comidas, cuando le concedía el privilegio de su compañía... un privilegio del que hubiera podido prescindir de buena gana. Aquellas escasas horas con él se volvían intolerables con sus mordientes sarcasmos y frases crueles, o la ponían nerviosa con las miradas frías y penetrantes que le lanzaba... y ciertamente no sabía cuál de las dos cosas era peor.

Desgraciadamente, siempre estaban solos, no había una hermana u otros miembros de la familia de quien hacerse amiga, sólo había un hermano menor en Londres, que probablemente era como lord Trevegne... y si ella apenas podía tolerar a uno, mucho menos a uno igual. ¿Por qué no tenía una familia grande y cariñosa? Ella hubiera podido perderse en medio de la charla de ellos, sentirse protegida del constante desagrado de él. Difícilmente hubiera podido elegirla para sus burlas en medio de una reunión de familia, como hacía cuando los dos comían en la gran mesa de banquetes, con el cristal y la plata brillando bajo los chispeantes candelabros.

¿Qué había hecho ella para desagradarle? Nunca lo veía lo bastante como para hacer algo que pudiera enfadarlo. El recorría la casa como un oso enjaulado, gruñendo ante cualquiera que cometiera el error de dirigirle la palabra. Incluso Dany no estaba inmune de su asqueroso mal humor.

Elysia suspiraba desanimada y miraba su viejo vestido de lana. Detestaba verlo, pero sus otros dos vestidos estaban en muy malas condiciones... o peores que este... y deses­peradamente pasados de moda. No era de extrañar que lord Trevegne apenas soportara verla, que volviera los ojos tras lanzarle una mirada, como si el sólo verla lo enfermara. De todos modos había percibido varias veces aquellos ojos dorados clavados en ella, con un brillo de interés, hasta que él se daba cuenta de que ella lo veía, y rezongando malamente la provocaba para que hablara.

Elysia retrocedía ante la idea de pedirle ropas nuevas o dinero para comprar telas y poder hacerse algo, pero incluso mientras reunía coraje recordaba el imprevisible humor de él, y seguía en silencio.

Dany era bondadosa, con tacto ignoraba la pobre apariencia de ella, sintiendo que Elysia no iba a aceptar ni la piedad ni la caridad, pero notaba las curiosas miradas fijas de los criados, y sabía que murmuraban y chismeaban en las habitaciones de servicio. Muchas criadas iban mejor vestidas que la señora de Westerly, de modo que podían pensar de ella cualquier cosa. La despojada esposa de lord Trevegne.

Elysia se puso de pie y recorrió la gran habitación en medio de su aburrimiento. No podía menos de recordar los largos y casi interminables días de tedioso trabajo en casa de tía Agatha, pero tenía que reconocer que nunca había estado entonces aburrida... siempre había estado demasiada ocupada o demasiado cansada. Era como si nunca pudiera ser feliz. ¿Qué andaba mal en ella? ¿Acaso nunca iba a encontrar un estado de ánimo intermedio? O bien trabajaba hasta matarse o bien se aburría hasta morir. Debía ser capaz de disfrutar el descanso... pero le faltaba algo... ¿la compañía?

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