¿Prólogo?

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Caminando por las frías calles y con un paso apurado, un joven universitario iba cada día a una cómoda y elegante cafetería, a unas cuantas calles de donde iba cada mañana para inundar su cabeza en exámenes y problemas cotidianos de un típico estudiante, encerrado en las cuatro paredes de la vida adulta. 

Aquella cafetería constaba de dos pisos y una muy cuidada terraza, donde siempre se sentaba a degustar, no solo por la privilegiada vista del paisaje pariseño, si no que, desde esas comodas sillas de terciopelo rojizo podía ver detenidamente al pecoso mesero que cada día servía a la misma hora. Él estaba totalmente hipnotizado por ese chico de aparentemente su edad, quizás un poco menor, pero, ¿que importaba? quizás nunca entablarian, ni siquiera una casual conversación.

Pero ya que, tomar café era lo único importante en ese momento, despejar su mente y activarla con cafeína para dar un ejemplar resultado en las agotadoras clases de medicina de ese prestigioso lugar. Tan sólo pensar en lo que le espera al entrar a su salón le
agotaba, aveces quería huir, pero, al fin y al cabo ese era su sueño, quería dejar una huella en el mundo; A los minutos después llegó un mesero común y corriente, le sirvió su pedido y no lo volvió a ver, tampoco le interesaba mucho que digamos. Pero ver por fin esa delgada figura envuelta en un negro delantal era lo que más interés tenía todas las mañanas. El blanquecino mesero le miró más sorprendido que ayer. A pesar de que debería ser costumbre, parecía que esos verdosos ojos siempre quedaban con un signo notable de sobresalto cada vez que chocaba con los rojizos orbes del rubio.

Una pequeña conversación bastante formal entre trabajador y cliente se extendió más allá del la orden del pedido y de la entrega de un dulce de crema. El pecoso mesero habló mayoritariamente sobre el excesivo consumo de café, él estaba realmente preocupado por ello. Bueno, al rubio no le importaba tanto sobre que le podría pasar, pero para él, escuchar sermones sobre su adicción a tal bebida era una verdadera mierda, aunque se la aguantaba hasta el final, solo por un poco de respeto hacía la persona; Junto con una tranquila despedida, el chico siguió con su trabajo, dejando solo al chico de orbes rojas, ya era hora de irse. Pero, creía que faltaba algo, miró su cuaderno forrado de cuerin y sacó una de las pocas hojas sin rayones que le quedaban.

Una carta, una de muchas, miles de otras que antes había escrito para el mismo chico. Intentando usar el mejor lenguaje posible para referirse a este, le fue fácil hacer una totalmente diferente a la demás. Escribió que le gustaría no solo escribirle más de estas cartas, si no que, le gustaría algún día decir estas cosas sin necesidad de la ayuda de un papel. Terminó, agarró el papel y cuidadosamente bajó los otros pisos, y, cuando estuvo ya en la puerta, dejó en el mostrador la carta, siempre en el mismo lugar, ya que esos orbes verdosos nunca lograban, ni lograrían atrapar al autor de ese sinnúmero de letras bañadas en aromas dulces y amargos de café.

Así pues, abriendo la gran puerta de vidrio del local, empezó su viaje. Uno como muchos otros, hacía su aburrido destino, más el trayecto no era infinito, ni mucho menos agotador, pero, caminar pensando en que esto se alargaría aún más era realmente una tortura.

Coffee Guy; Katsudeku Where stories live. Discover now