Así que con un rumbo ya definido seguí mi camino. Paraba únicamente cuando era necesario, y cuando lo hacía, esperaba encontrar a alguien que hubiese estado recientemente en el reino de mis padres y me pudiera dar noticias acerca de lo que allí pasaba. En cada posada en la que dormía dejaba un mensaje para mis amigos, porque sabía que estaban preocupados, que me buscaban, pero no podía regresar. No aún. Tal vez nunca lo haría.

Después de unas semanas empecé a combatir por falta de oro. Finalmente tenía un lugar al cual ir y para llegar a él tenía que atravesar una zona del mundo que me era desconocida y que se encontraba muy lejos de mis tierras; mis alforjas estaban vacías y en mis bolsillos solo había polvo. Afortunadamente, con frecuencia me cruzaba con algún pueblo en el que se estuviese llevando a cabo un torneo al cual inscribirme para ganar al menos algo de comida.

Lo que me resultó difícil fue esconder mi identidad. Mi escudo de armas y mi nombre me delataban con frecuencia, pero procuraba mantenerme alejado de cualquiera que pudiese reconocerme. Dejé que mi cabello y barba crecieran y comencé a ocultarme tras mi armadura. No llevaba conmigo escudero ni heraldo, así que, con el pasar de las semanas y con la distancia, «Sir Anjou», el caballero que alguna vez con orgullo fui, comenzó a quedar en el olvido y después de algunos meses la gente comenzó a darme títulos extraños y absurdos como: «el guerrero errante» o «el fantasma de oro y plata». ¡Já! «El cobarde de hojalata» habría sido mucho más adecuado.

Estaba decidido a desaparecer. No quería que Sir Dall ―el mejor caballero y antiguo consejero de mi padre―, ni el Duque de Curr ―mi padre adoptivo y protector―, ni nadie más me siguiera o encontrara, por eso nunca me quedaba más de lo debido en un mismo sitio y no me alojaba en posadas a menos que fuese completamente necesario.

Después de mucho tiempo, no me atrevería a decir cuánto, seguía combatiendo y caminando. Pero no lo hacía por convicción, necesidad, ni talento. No. Peleaba por odio, por rabia y resentimiento. En todos mis oponentes veía el rostro de aquel miserable que le había arrebatado la vida a Clèm; y con cada una de mis heridas, intentaba expiar un poco mi culpa. Peleaba con rencor y angustia, y en mis rivales descargaba la furia que sentía. Creía que no podría descansar hasta no cobrar con sangre, aunque fuese la mía, la sangre derramada de mi familia.

Y de pronto, un buen día, llegué a mi destino. Alcancé aquella Tierra Santa y me di cuenta de que mi viaje había sido en vano. Llegué a un lugar en el que se adoraba a tres dioses distintos, pero ninguno de ellos tenía nada que pudiese dar solución a mis problemas. Y lo peor fue que los tres eran dioses malvados, despiadados y sanguinarios que se encargaban de aterrorizar y atormentar a sus fieles. En ellos no encontré ningún tipo de satisfacción o consuelo.

Entonces concluí que los dioses habían perdido su eterna lucha contra los demonios, y que desde lo alto del firmamento, ―o desde lo más profundo de los infiernos―, eran estos últimos quienes gobernaban al mundo sin revelar su verdadera identidad, dispuestos siempre a atrapar a los inocentes y poco precavidos humanos que se cruzaran en su camino. Porque, ¿qué dios justo se atrevería jamás a dejar que algunos se hundieran en la desventura y los otros tuvieran la bendición de ser felices? 

Así que, con mi última esperanza destruida, me alejé de aquella tierra y sus dioses, y deambulé de nuevo sin destino.

Creo que fue precisamente al salir de aquel lugar, cuando la última parte sana de mí ―aquella que se aferraba a la esperanza― me abandonó, y entonces me perdí por completo.

De vuelta en los caminos solo sabía que yo era un guerrero y a las artes de la guerra dedicaba mi vida. Mi armadura la seguía portando, pero mi escudo de armas permaneció a buen recaudo en el fondo de mis alforjas. En los territorios que recorrí aprendí distintos y nuevos tipos de batallas; descubrí armas nuevas; descubrí mil cosas que ignoraba, pero hiciera lo que hiciera, no lograba apaciguar mi pena de ninguna manera.

Pronto, el sufrimiento, el dolor y el odio que guardaba en mí me hicieron olvidar quién era. Sir Anjou desapareció y con él se fue también cualquier rastro del príncipe Valan. Seguía caminando por el mundo que hay entre los mundos sin saber qué era lo que buscaba.

Estaba entumecido, destrozado y solo. Y cuando la sombra de mi nombre desapareció y dejé de ser el personaje que había creado para ocultar mi verdadera identidad, me convertí en un fantasma errante y afligido.

Hasta que, un día de invierno, me quedé dormido en los linderos de un bosque y cuando abrí los ojos me encontré en un lugar desconocido que parecía salido de mi imaginación. Creí estar soñando, pero no era así. Estaba rodeado por unos seres que eran muy similares a los que en algún momento alguien, a quien no recordaba, me había descrito mientras me contaba un relato fantástico. Seres de aspecto etéreo que parecían haber vivido demasiados años, pero que tenían algo en su andar que los hacía ver mágicos, jóvenes y prodigiosos. Me alimentaron, curaron mis heridas y con mucha ceremonia y pocas palabras dijeron que su reina me vería por la noche.

Cuando sobre el horizonte brillaba el cuerno de la luna, con pálida timidez, y los colores del fuego que teñían el cielo comenzaron a apagarse, ella llegó a mí.

Aún ahora creo que el brillo de su sonrisa opacaba siempre a las estrellas del firmamento. Tenía el aspecto de quien nunca ha sido joven, pero jamás será viejo; de alguien nacido ya con una larga vida a sus espaldas, pero con un largo camino por recorrer. Su presencia irradiaba la clara e intensa luz de su fuego interior y la mirada de sus hermosísimos ojos negros semejaba emanar de un mundo distinto al nuestro. Su nombre: Aldys.

MendigoWhere stories live. Discover now