11. Artista: Sobre el que fue iluminado por las musas, el sensible creador

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❀ Artista ❀   



Incluso si las manos se aferran al instante, el tiempo transcurre. Oh, cruel ave dorada; todo fluye, todo culmina. Aquella tarde, la de la despedida, recuerdo haber sido envuelta en una atmósfera albaricoque. La calle perfumada barre sus aromas a través de la puerta abierta. Es mi última visita a la familia Durand antes de que Elías parta en su viaje al prometedor misterio. Él me regala un par de obras escritas que halló en una librería de viejo y que considera son fundamentales para mi aprendizaje. Me deja una libreta con polvosos y desordenados apuntes que explica entre risas nerviosas. Promete escribirme cartas, siendo esto más romántico que el teléfono. Después de convivir dos meses tan profundamente, hemos desarrollado un lazo dulce.

Nadie nos mira, yo ya me voy. Estamos en el porche, ante el rosal. Nos miramos, un poco esquivos, un poco nostálgicos. Yo guardo un secreto, un último impulso de locura que demanda mi corazón. Aprovechando nuestras cercanía, la intimidad del momento, pretendo llevar a cabo mi propio acto vandálico de necesaria rebeldía: Robarle un beso.

Bromeamos, nos quedamos en silencio. Yo conozco bien el anhelo, la desesperación. Coloco los pies en puntillas pues mis piernas no han terminado de crecer; cierro los ojos, busco el aliento de vainilla con ansias ahogadas. Me lanzo al vacío. Es como volar. En aquel instante y sin predecirlo, de alguna forma recibo lo que busco: la caricia de sus labios. Sin embargo, los pétalos rosáceos se posan en mi frente como suelen hacerlo sobre las sienes de Paulina.

Su roce arde. Siento un corte. Consciente, asustada y cohibida ante mi reciente atrevimiento, me retiro. Él se encoge de hombros, restándole importancia con una sonrisa bonachona. Ya lo sabía. Le admiro por última vez, cruzo el umbral y ya está.

—Hasta luego.

—Adiós.

Veo a mis propios pies andar sin creerme el evento. Me precipito tanto que no reconozco la realidad; todo me es ajeno. ¿No debería sangrar? Miro al cielo. Me digo: es la última vez. Aquella tarde, teñida de durazno justo como las demás, no parece inmutarse ante los eventos, mis emociones. Camino sobre nubes. Camino entre piedras que duelen bajo las suelas de mis zapatos. Vago sin rumbo por minutos que en el ocaso se transforman en horas. Los columpios del parque, la catedral, la alameda, la galería, el palacio municipal... todos son testigos de mi peregrinación, de la actitud errabunda y la meditación inquieta.

Al final, incluso si deseo perderme en el mar de estrellas, es inevitable. Llego a casa. Mamá me recibe preocupada señalando al reloj y es como si la bomba durmiendo en mi pecho decidiera estallar: Rompo en un desesperado llanto que se refugia en el pecho materno. Por primera vez narro entre berridos todas mis vivencias a mamá, quien me escucha y acaricia con dulzura. Inquiere, limpia con un pañuelo de aroma artificial el rocío que escurre sin cesar.

Solo entonces lo admito: soy víctima del más puro desamor. Cruel, elevado, precoz. Me culpo ante una ruptura invisible que yo pienso es irreparable. La vergüenza. Creo que soy ridícula y aquella noche duermo entre hipidos y una herida en la garganta. Duele el corazón.

Las siguientes memorias son más borrosas; no porque las haya vivido con menor intensidad, sino todo lo contrario. Me resultan tan penosas que durante años me dedico a blanquearlas, nublarlas en el rincón azulado del olvido.

Sé que me llegan cartas. Yacen perfumadas, escritas en una caligrafía impecable; sin embargo, el recuerdo del rechazo tan dulce y velado me impide siquiera abrirlas. Bajo la cama las atesoro en una cajita metálica de tonos aperlados que antes guardaba galletas de mantequilla. No las respondo. Y en algún momento, cesan de llegar.

Si lo reflexiono, incluso ahora desconozco el paradero de Elías o de Paulina. Con ella aconteció una disputa en el tercer año de secundaria, siendo los celos por la calidez de sus manos causa vil. De alguna forma, también Eli vivía en su piel, mas entonces no me atreví a aceptar mis sentimientos y preferí evadirlos. Temía a una segunda llaga.

A distancia, me arrepiento por tan pueril actitud; aunque tampoco soy capaz de reprochármelo. Los adolescentes son siempre así, ¿cierto? Bolsas amorfas de afanes y recelos. Erráticos, febriles. Qué dulce sería hablar una vez más con aquellos hermanos. Después de todo, a Elías debo mi amor a la literatura y al arte en general; mis primeros acercamientos, las bases, la semilla de la curiosidad. Quizá también yazgo en deuda por descubrir con él los primeros tintes de mi identidad sexual.

Hoy lo comprendo mejor.

Recuerdo así, con profundo anhelo y melancolía, el verano del ornitorrinco. El del primer amor.

Sobre el despertar de la sensibilidadWhere stories live. Discover now