8. Romanticismo: Sobre mil emociones enervantes además del amor

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❀ Romanticismo


Probablemente, en cuanto abordamos el Romanticismo como movimiento artístico e intelectual, mi concepto de la palabra «romance» se desvirtúa en su totalidad; o, mejor dicho, se reivindica. Y me alegro de no confundirlo más con aquello referente únicamente a un aspecto amoroso. No solo me cautiva la parte de una naturaleza inmensa, incognoscible, que causa horror en un ser de tan pequeñas y frágiles proporciones como el humano; tampoco va encaminada mi principal admiración hacia los elementos góticos de inquietante belleza. En cambio, la característica más preciada para mí refiere a los sentimientos exaltados que tanto me definen en esta etapa hipersensible de mi vida.

A veces creo que nací en la época equivocada. Cuando se lo comento a Elías, él ríe y toma un sorbo a la limonada que yace sobre la mesa blanca colocada en el jardín. Escucho los cubos de hielo repiquetear antes de un profundo suspiro que incluso percibo en el aire y un afligido «te entiendo» por su parte.

—Realmente me hubiese gustado nacer en aquella época. Tú sabes, ser el rechazado de la familia, vivir por el juego y el alcohol, dedicarse a la bohemia, enamorarse de la prima epiléptica, contraer la sífilis, huir en un barco y naufragar... vida de romántico.

Ambos reímos.

Cuando salgo al atardecer de tonos naranjas, intento mirar el mundo a través de un lente romántico, aunque sea de forma torpe o errada. Suponiendo que vivo en un cuento, si es una característica que el clima se desprenda de las emociones y no al revés, ¡oh, justo comprendo por qué es verano dentro y fuera de mis entrañas!

Y aunque me aferro a este dulce pensamiento, por más triste que resulte, no es más que una fantasía. Hubiese agradecido una tormenta de violentos rugidos en la noche, o acaso la imagen de un ave negra en la ventana que previera el incidente suscitado aquella tarde; todo enviado por los espíritus del romanticismo... claro. 

Recuerdo que mientras los rayos naranjas del sol se cuelan por el ventanal, yazgo bromeando con Paulina y la señora Durand en ausencia del príncipe pintor, mientras picamos manzanas. La señora ha puesto música de su juventud y comparte con nosotras anécdotas de su primer novio, sin que el padre de familia escuche. Él yace en su oficina. No obstante, nuestras risas y cantos se ven apaciguados cuando Elías llega.

Nos sorprende verlo apagado y sin los materiales que prometió comprar. En cambio, el frágil muchacho porta la falda beige terrosa y hecha jirones. Distingo cardenales en los codos y el labio roto. La mujer mira con los ojos muy abiertos a su hijo lacrimoso y sale en su ayuda inmediata, madre herida. Paulina de momento no sabe cómo reaccionar, por lo que solo atina a tirar de mi brazo y me arrastra por todo el pasillo incluso en contra de mi voluntad. Rápido nos encerramos en su habitación, censurando ella la escena.

Sentadas en el suelo fresco y lustroso, escuchamos el relato del joven tras la puerta. Los mismos acosadores de siempre, por coincidencia en el barrio. Elías es violentado con su indumentaria como pretexto, y rompe en llanto rabioso cuando confiesa traer quebrada su horquilla favorita que usaba despreocupadamente en aquel instante. Yo susurro a Paulina:

—¿Y por qué no los denuncia?

Pau confiesa avergonzada que es inútil. La última vez le culparon por sus propios cardenales a causa de «exhibicionismo» o «actitudes indecorosas» a plena luz del día. La víctima, indefensa, incluso soporta los regaños de la madre que suplica abandone aquellas extrañas manías que solo provocan problemas. Gritos, reproches... creo que mi visita resulta imprudente; incluso si no puedo dejar de preguntarme por qué el agresor debería poseer la razón y no el agredido.

Cuando se hace el silencio, decido retirarme. Me apena ver tan tenso el ambiente. Me despido avergonzada de la señora, ella brinda una sonrisa triste. Mientras camino por el pasillo intentando frenar el molesto rechinido de mis zapatos, encuentro abierta la puerta del baño. Elías yace sentado en la orilla de la bañera lavando sus heridas, con la falda alzada hasta los muslos. La piel de sus piernas brilla, dando una impresión lechosa con gotas sanguinolentas. Inquiero si está bien. Él asiente, con los ojos hinchados y los labios muy rojos.

Tomo mi bicicleta, molesta, y estoy dispuesta a retirarme con la imagen de los cabellos húmedos rozando las heridas de la boquita, cuando noto la presencia del artista que me detiene al tomar mi brazo. De pronto se me acerca, su cara bonita parece rozar la mía. Sus labios rosas susurran a mi oído:

—¿Eres mi mejor pupila?

Yo no poseo ni la menor idea de sus intenciones. Todo eso me toma por sorpresa. Solo asiento, confundida.

—¿Me quieres?

Víctima de un terrible pánico, vuelvo a asentir. Todo él desprende un fresco aroma herbal.

—¿Harías lo que fuera por mí?

Permanezco de pie, con el corazón golpeando mi pecho dolorosamente. No puedo evitarlo. Vuelvo a asentir... y así escucho su petición, sin apartar la vista de su dije en forma de atrapasueños.

Me duele su mirada. Me arden sus cardenales.

Sin embargo, en contra de mis predicciones, parto con gran ilusión a casa. Ni siquiera soy capaz de fijarme correctamente en el tráfico, y si me salvo es por pura bondad divina.

En mi alcoba, sonrío. Me encontraré con él a las cinco de la mañana.

Sobre el despertar de la sensibilidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora