10. Artificio: Sobre la carencia de ingenuidad en el arte

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❀ Artificio

Aquella mañana el roce de las blandas sábanas me resulta extrañamente áspero. Arde la piel expuesta, las piernas desnudas e inquietas, la fiebre inaudita que me invade. Sudo. Mi boca parece hinchada de sed. Es como lidiar contra un fuego desconocido que brota desde mi seno. ¿Prometeo lo sentía cuando la criatura plumífera rondaba su vientre? ¡Oh, malaventurado!

Un día después del incidente, no visito a los Durand. En cambio, permanezco en casa dando vueltas nerviosas entre risas. Me siento ante la ventana, repito los diálogos en voz alta. Siento mis mejillas arder, una sonrisa dolorosa y raras lágrimas derramarse por mi mentón. Arrugo el camisón con estampado de rositas. A distancia veo lo hermosa que soy en mi incendio.

Víctima, vacío en mi libretita las mil ideas y emociones nunca experimentadas que el instante sublime trajo consigo. Solo entonces me permito la catarsis, un momento a solas para sangrar la herida de Cupido. Escribo, escribo.

Una semana después decido mostrarle mi escrito a Elías. Mis manos sudan, mi corazón se retuerce mientras él parece leerlo con profunda seriedad, bajo la sombra en el jardín. ¿Piensa que soy ingenua? ¿Acaso le agrada? La espera me llena de expectativas.

—Tus movimientos favoritos son los de mayor carga subjetiva, ¿verdad? —dice retirando los lentes de marco dorado, al finalizar. Los limpia con la bambula azul marina de su falda con pedrería y chaquira incrustada.

—Sí —confieso—. El Romanticismo y el Simbolismo.

—Y eso que no te he hablado sobre las vanguardias, sobre el surrealismo... deberías ver los cuadros de Dalí. Ahora que lo pienso, también debo mostrarte la poesía mística. Recuérdamelo en la semana, ¿vale? —Pronto cambia de tema, enderezándose—. Oye, estuviste analizando a Goethe con profundidad, ¿verdad?

—Sí, ¿se nota? —confieso entusiasmada, sonrosada cual ninfa halagada.

—Algo...

Ambos reímos. Paulina pone los ojos en blanco, con una novelita rosa entre sus manos. Así vivimos la tertulia del jardín mientras, sin percatarnos, las vacaciones de verano se deslizan a su fin. 

De aquellos últimos días recuerdo nuestras visitas al museo. De cómo retornando los tres en ropas ligeras y volátiles al viento, compartiendo una jícama con limón, cruzamos la plazoleta entre transeúntes estivales y música de marimba. Un joven alto, de piel dorada y rulos castaños que acompaña a los músicos regala gardenias a las señoritas más bellas que se cruzan en su camino. Su selección no me convence. Forma parte del espectáculo, supongo. Elías, al verlo, se aparta de nosotras para acercarse y reclamar una flor.

El muchacho mira sus ojos tornasol bajo la luz del medio día, los hombros expuestos en la blusa de mandalas bordadas y se tambalea. Nosotras reímos, expectantes.

—Soy una dama ¿no lo ves? —dice Elías pasando un mechón tras su oreja.

Los labios rosas, el ademán delicado.

Perturbado, el otro otorga la flor y parece relajado tras nuestra partida. Eli sonríe victorioso y aspira el bello aroma entre los pétalos.

—¿Ves? —Me dice—. Es la magia, la trampa del ornitorrinco.

Creo que comienzo a comprenderlo.

Sobre el despertar de la sensibilidadWhere stories live. Discover now