━ 𝐗𝐈𝐈𝐈: Un amor prohibido

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Drasil exhaló un grácil suspiro.

Dos semanas habían pasado desde que Lagertha se había autoproclamado reina de Kattegat. Dos semanas en las que habían tenido lugar numerosos acontecimientos, desde el traslado a su nueva vivienda, que no quedaba muy lejos de la que compartían Hilda y Eivør, hasta la liberación de Ubbe y Sigurd Ragnarsson, quienes habían hecho un trato con la rubia, un acuerdo que les permitía quedarse en Kattegat y llevar una vida completamente normal siempre y cuando no atentaran contra ella ni contra cualquiera de sus preciadas skjaldmö. Por no mencionar que, días después de que los hermanos fueran redimidos, un barco sajón atracó en el muelle, trayendo consigo —aparte de a una decena de soldados cristianos— a un Ivar semiinconsciente que no dejaba de murmurar la misma palabra una y otra vez: «padre».

Aquello había originado un enorme revuelo en la capital, puesto que, según Aslaug, tanto su esposo como el menor de sus hijos habían perecido en una tormenta mientras navegaban hacia Wessex. Pero era evidente que la antigua soberana había errado en sus predicciones.

Ivar había regresado a Kattegat, pregonando la trágica noticia de que su progenitor, el afamado Ragnar Lothbrok, había sido apresado por el rey Ecbert, quien, a su vez, se lo había entregado al rey Ælla, aquel que juró vengarse del caudillo vikingo cuando este y sus guerreros atacaron su reino años atrás.

Ya en la plaza, las dos chicas se integraron en la multitud que había allí congregada. Drasil contuvo el aliento en tanto Eivør, que iba unos metros por delante de ella, se abría paso entre el gentío. No fue hasta que lograron detenerse frente a un tenderete lleno de piezas de orfebrería, abandonando así la zona de tránsito, que la castaña dejó escapar todo el aire que había estado conteniendo.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —pronunció Drasil al tiempo que paseaba la mirada por los diferentes elementos que había expuestos. Sus iris verdes se iluminaron por completo al vislumbrar un hermoso torque confeccionado con oro y plata.

—Ya sabes que sí —contestó Eivør, que no había podido resistirse a la tentación de tomar entre sus finos dedos un colgante del martillo de Thor. Lo examinó con sumo detenimiento, centrándose en cada detalle, para finalmente dejarlo donde estaba.

La hija de La Imbatible se abrazó a sí misma.

—¿Crees que Ragnar ha muerto? —inquirió sin poder disimular un timbre nervioso en la voz. El simple hecho de articular esos vocablos hizo que el vello de la nuca se le erizara.

Eivør dejó de prestar atención a las piezas de orfebrería que tanto le habían embelesado para poder observar a su compañera, que esperaba ansiosa una respuesta.

Muchas personas le daban por muerto —las malas lenguas decían que había obtenido su merecido, por haber huido como un cobarde, abandonando a su familia y su cargo como monarca—, pero había otras, como el caso de Drasil, que se negaban a creerlo.

—Si es cierto que lo apresaron los ingleses, tal y como asegura Ivar, no hay muchas probabilidades de que siga con vida —respondió la mayor—. Su política de incursión y saqueo hizo que se ganara muchos enemigos, tanto en Wessex como en Northumbria —puntualizó.

Al escucharlo, la fisonomía de Drasil se crispó en un rictus amargo.

—No merecía acabar así —musitó, alicaída—. Era un gran hombre.

Eivør inspiró por la nariz.

—Así lo han querido los dioses —solventó.

Apenas un instante después, la morena entrelazó su mano con la de Drasil y la arrastró hacia el siguiente puesto, en el que se vendían tótems de los Æsir y los Vanir. 

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