━ 𝐗𝐈: El funeral de una reina

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Astrid, Eivør y Drasil, que se habían hecho a un lado para no entorpecer la fortuita disputa, contemplaban a las que habían sido las consortes de Ragnar Lothbrok con los nervios a flor de piel.

—No te robé el marido, él eligió estar conmigo —corrigió Aslaug.

—Él no eligió, tú eres bruja —rebatió Lagertha a la par que fruncía los labios en una mueca desdeñosa—. Lo hechizaste —apostilló con la convicción grabada a fuego en sus pupilas.

Aquel comentario hizo que Aslaug esbozara una sonrisa felina.

—Si eso es lo que quieres creer, peor para ti. No renuncio a que las mujeres tengan poder sobre los hombres, pero no siempre es mágico —pronunció, haciendo que los músculos de la condesa se tensaran bajo la tela oscura de su camisa—. De todos modos, Ragnar ha muerto —anunció, alzando la voz para que todos pudieran oírla.

A esa última alegación le sucedieron un sinfín de cuchicheos y algún que otro lamento.

—Eso no lo sabes —se apresuró a decir Lagertha.

—Lo he soñado —acotó Aslaug—. Le avisé de ese viaje. En mis sueños su barco se hundía en una tormenta. Ragnar moría... Al igual que mi hijo Ivar.

Se hizo el silencio. Uno opresivo y asfixiante.

Eivør sintió cómo el vello de la nuca se le erizaba, justo antes de que sus orbes pardos fueran a parar a los azules de Astrid, quien, por cómo la miraba, parecía estar pensando lo mismo que ella. 

Su abuela Hilda también tenía sueños premonitorios, visiones sobre un futuro no muy lejano que se apoderaban de su mente mientras dormía, lo que le brindaba la experiencia suficiente para saber que lo que veía una völva solía cumplirse. Y de todos era sabido que la segunda esposa de Ragnar, aquella que había conocido en Götaland, poseía ciertas habilidades místicas.

—Pero eso no lo sabes —repitió Lagertha, tratando por todos los medios de que no se le quebrase la voz. Aun así y pese a todos sus esfuerzos, no pudo evitar que los ojos se le cristalizaran debido a la impotencia.

La soberana se encogió de hombros.

—Tienes razón. No puedo estar segura, ya que solo fue un sueño.

Drasil se mordisqueó el interior del carrillo, sin perder detalle de la conversación que estaban manteniendo ambas mujeres. El comunicado de Aslaug sobre la supuesta muerte de Ragnar le había impactado sobremanera, no solo por lo inesperada que había resultado la noticia, sino por la manera en que, según la reina, el famoso caudillo vikingo había perdido la vida.

—Te hemos derrotado, Aslaug —intervino Kaia, dando un paso al frente—. Hemos vencido a tus guerreros, así que solo posees dos opciones: o luchas para conservar lo que tienes o abdicas y le cedes el trono a Lagertha.

La aludida carcajeó.

—Yo nunca pelearía contra ella —manifestó—. No soy mi madre, ni tampoco mi padre. No podría ganar. —Soltó la espada que hasta ese momento había estado sosteniendo y entrelazó las manos sobre su regazo—. Pero aun así he cumplido mi destino —añadió, sonriente—. Los dioses dijeron que Ragnar tendría muchos hijos, y yo le he proporcionado esa descendencia. Formo parte de su historia tanto como tú, Lagertha.

Al escucharlo, la susodicha comprimió la mandíbula con fuerza. 

Aquello había sido un golpe bajo.

—Pero ahora renuncio a todo esto. —Una vez más, los susurros y las exclamaciones de asombro se apoderaron de las calles de Kattegat—. Solo quiero un salvoconducto. Solo te pido que dejes que me vaya de aquí en paz para ir a donde me lleven los dioses —solicitó—. Tú recuperarás tu hogar y tu fuego, con mi bendición. Y mis hijos, cuando se enteren de cómo se ha hecho, te estarán agradecidos y no querrán venganza.

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