y de pronto...

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Camino siempre sin mirar los ojos de la gente, no me gusta, me incomoda, camino solo observando las calles, las fachadas de los negocios de la avenida Duarte, observo cualquier cosa que me aparte de esas miradas humanas, de esos ojos que lo juzgan todo y que sin hablar gritan lo que sienten y que sin tocar lastiman más que un golpe sobre la piel.

Es agosto y la rutina de la mañana es la misma desde hace tres años, el sonido de la alarma a las cinco de la mañana me despierta del coma conciente al cual me entregue hace apenas cuatro horas, despierto cansado y con la mente gastada, daría todo lo poco que tengo por dormir ocho horas diarias, pero la luz, el agua y la comida no se pagan solas, debo levantarme antes que suene la segunda alarma a las cinco y cinco de la mañana, es hora del baño.

Seis de la mañana, una tasa de cafe y de fondo una vieja balada que puse a repodrucir desde el celular, sí, lo sé, soy antisocial pero soy romantico hasta los huesos, bien dicen que en el corazón no se manda y el mío ama las baladas. Seis y seis de la mañana, una casaca de cuero y una camisa ploma para cubrir la mitad de este cuerpo, frente al espejo me contemplo y veo los unicos ojos que soy capaz de observar y de juzgar, los míos, y me enamoro de ellos, siempre me miran con amor y eso me duele, no se porqué.

Siete y siete de la mañana, camino hacia la estación del tren, todo es igual, y me sorprendo por creer que algo puede cambiar en este pueblo tan pequeño, pero la esperanza me gana y en ocasiones espero ver un negocio nuevo o un cartel que ofrezca una nueva promoción en la dulceria, pero luego la realidad me explota en la cara y vuelvo la vista al pavimento. Siete y veinte de la mañana, el tren se demora, y sigo sentado en una de las bancas de la estación, veo pasar zapatos, zapatillas, tacones, pies descalzos, veo todo menos caras, no soporto ver sus rostros y esos ojos perjuiciosos, empiezo a desesperar cuando de pronto a lo lejos escucho el trajinar del tren, siete y treinta de la mañana.

Camino hacia el último vagon del tren, por lo general siempre es el más vacio y el más viejo tambien, pido permiso, me escabullo entre ternos rellenos de cuerpos humanos y cuerpos refinados deseando ser observados, camino sin perder la meta, el último vagon, mi lugar favorito de las mañanas, en ese pequeño cofre habita una porción de mi felicidad, el vacio me llena, y la ausencia de miradas me deja por fin ver hacía el horizonte, y de pronto cuando la calma empezaba a invadir mi alma, ella entro...

La Calma En Tus OjosWhere stories live. Discover now