– Ya era hora. – Dice el hombre, que también llevaba un gabardina café de atuendo, al ver la puerta abrir.

    – Soy un hombre ocupado, ¿sabe? – Responde el joven en defensa, recordando sus previas actividades.

    – Yo también. – Responde el hombre de gabardina. Ambos se miran por un tiempo, claramente no fue el mejor comienzo, pero aún se podía ir a un buen camino y concretar el motivo de la visita. – Fue difícil encontrar éste lugar, ¿sabe? – Comienza en hombre de gabardina. – Pero creo que ha valido la pena, es como si mis deseos se hayan materializado mientras pensaba en ellos; casa grande, lejos de la ciudad, el dueño es un hombre joven y... ¿A qué se dedica usted?

    – Soy doctor, pero...

    – ¡Un doctor! – Interrumpe. – Madre mía, y yo que creía que sólo había tierra muerta por estas zonas. Conveniente, muy conveniente. – Habla tan rápido que no deja al joven doctor hablar, antes de que él cambie de tema. – Verá, la razón de mi visita es muy importante; yo soy un hombre de negocios, me gusta vender mercancía de todo tipo a todo precio, pero últimamente he tenido un problema con una cosa en especial – hace un duro énfasis en "cosa" –, la gente me lo ha ido negando constantemente, no importa cuánto bajaba el precio, seguían negándose, así que decidí dejarlo gratis, sólo para quitármelo de encima, y usted es al primero a quien gratis se lo ofrezco.

    – Gracias, pero usted no...

    – ¡Tiene toda la razón! – Vuelve a interrumpir. – Aún no le muestro lo que trato de darle. – se da media vuelta y ve tras su espalda, en ese pequeño momento su imagen de un ávido comerciante con una mala racha se disuelve en la de alguien agrio y seco. – Muéstrate.

    Seguidas esas palabras se presenta una chica, de 19 años al ojo, vestida con harapos, cabello y ojos plateados plasmados en una piel dulce pero maltratada, cicatrices de lo que parecen ser quemaduras. Sus ojos están perdidos entre zonas opuestas, la realidad y el sueño, dentro y fuera, entre la vida y la muerte. No dice palabra, sólo se limita a seguir la orden y esperar otra. El joven se ve sorprendido, pero ahogado. Aunque quiere decir algo, espera a que el hombre de gabardina comience:

    – Verá, la situación es que yo tengo muchos contactos – su personaje de vendedor emocionado había vuelto– y uno de ellos murió hace poco. Me tocaron algunas cosas buenas y otras más problemáticas, siendo ésta de aquí una de ellas ¿Qué me dice? Usted se ve algo solitario y aburrido, la chica está acostumbrada a hacer cualquier tipo de cosas y podría experimentar de más de una forma con ella, si sabe a lo que me refiero.

    El joven calla por un tiempo, no sabe por dónde empezar.

    – ¿Cuál es tu nombre, niña? – pregunta torpemente. La chica no responde.

    – Dile tu nombre. – Ordena autoritariamente el hombre de gabardina.

    – Mi nombre es Sylvie. – Responde. Su voz se escucha entrecortada y débil, con sólo una oída se descubría que estaba enferma.

    – Bien. – Dice el joven. – Señor. – Refiriéndose al hombre de gabardina. – Creo que usted no entiende bien. Esta no es mi casa y por ende yo no soy su dueño.

    – ¿Qué? ¿Entonces de quién es? – El hombre de gabardina comienza a jugar nerviosamente con sus manos.

    – De Carl. Es un anciano al que cuido. Comencé a vivir aquí para atenderlo las 24 horas del día y...

    – ¿Acaso eres como su sirviente? – Se notaba odio en su voz. Sylvie, por su parte, parecía ajena a la situación.

    – Sí... No. El punto es que Carl es quien decide cosas como estas y...

    – Pero podrías preguntarle.

    El joven no tenía excusa.

    – Esta bien, iré. – Se da media vuelta y sube por las escaleras. El hombre de gabardina le sigue y ordena a Sylvie que no se mueva.



   Subían prácticamente de lado uno con el otro, el espacio y los escalones no eran muy grandes. Cada paso estaba acompañado de un lamentable gemido por parte de la madera vieja, un pequeño recordatorio de, no lo que pasaba, pero lo que pasaría. Finalmente llegaron a la última habitación del segundo piso, la habitación de Carl. El hombre de gabardina echó un pequeño vistazo al interior, le pareció como un funeral de pobres hecho hace 2 o 3 siglos atrás. El joven, por su parte, pensaba cuidadosamente lo que iba a decir, hasta que salió y se arrodilló frente a la cama para estar a la misma altura del acostado Carl.

    – Oye, Carl. Hay visitas y traen regalos, regalos para ti.

    – ¿Enserio? – Responde Carl, viendo de soslayo al joven con quien había vivido 1 año y trabajado por 3. Aunque se veía un tanto diferente.

    – Sí.

    – ¿Y los trae Santa o el Conejo de Pascua?

    – ¿Qué?

    – Ezo, no me hables como si fuera un niño de 8 años que no puede ir a la escuela porqué está enfermo, ahora dime qué pasa.

    – Nada, Carl. Está bien. Lamento molestarte. –Ezo se levanta y va de la habitación, al estar fuera, cierra la puerta, se tienta a cerrar con llave, pero no lo hace.

    – ¿Y bien? – Pregunta nervioso en hombre de gabardina.

    – Bueno... – Piensa despacio lo que va a decir, eso hace sentir incómodo al hombre de gabardina. – Carl... Él... – Siempre tan honesto y obediente. Ezo no había discrepado nunca con Carl, pero con el tiempo le ha ido perdiendo el cariño y respeto. Carl está muriendo, y él en su clímax de la vida, aquí es donde se toman las decisiones importantes, ni antes ni después. – Olvida a Carl, tomaré a la chica.

    – Me gusta oír eso, muchacho. – Se da la vuelta y camina a las escaleras, pero se detiene y habla a Ezo. – Oye, ese viejo, ¿es muy viejo, verdad?

    – Supongo.

    – ¿Y tiene algún heredero a lo que sea que posea?

    – No.

    – Bueno, si te gustaría tener la mitad de sus cosas, puedes llamarme. – Le extiende una tarjeta a Ezo, él la recibe. La tarjeta era negra con un número de teléfono y email en blanco a lado, teniendo en el otro un fondo blanco con el nombre "Ferrum" escrito en negro.

    Al bajar y prepararse para irse, Ferrum le dijo a Sylvie que debía obedecer a Ezo. Sylvie no contestó de alguna forma, pero al irse Ferrum, Sylvie no le siguió. También Ferrum le dijo a Ezo que Sylvie sólo responde a órdenes, por lo que debía ser estricto.



   Ezo se sentó en el sillón principal de la sala principal, vio el reloj, faltaban 2 minutos para las 1 de la tarde; luego vio a Sylvie, seguía quieta en el lugar inicial que Ferrum le había dicho, ¿se estará quieta porqué Ferrum olvidó decirle que se moviera?; luego miró su mano derecha, le volvía a temblar. Aquello era algo constante, pero temblaba bruscamente, más de lo común; estaba tenso, pensó en tomar un trago, luego pensó en limpiar su desastre, sí, eso sería mejor.

    Ezo se levantó y abrió la puerta que inicialmente cerró. Todo parecía estar incluso más desordenado que antes. Ezo vio aquello con la fatiga dada antes de realizar una tarea.

    – Esto será duro. – Se dice a sí mismo. Pero antes de que empiece, suena una alarma de su teléfono, es la alarma de las 1 de la tarde; debe darle sus medicinas a Carl. – ¡Rayos! – Deliberadamente mira hacia Sylvie y tiene una idea. – Sylvie, ¿podrías limpiar esto por mí? – Sylvie no responde, entonces él recuerda lo dicho por Ferrum. – Es una orden, Sylvie.

    Entonces Sylvie, sin ver a Ezo o decir palabra, entra en la habitación para realizar su trabajo, realmente no tenía nada a su disposición para limpiar, pero debía obedecer.

    – Comienza por el fondo... por favor. – Sin decir más, sube al segundo piso para suministrarle a Carl sus medicinas.

Teaching Feeling: La Vida Especial y la Vida General.Where stories live. Discover now