27. En el ojo de la tormenta

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Medio dormido, se deslizó fuera del coche, una vez en los aparcamientos; arrastró los pies hasta el portal y subieron en ascensor. Sentía el brazo de su padre sobre los hombros, sosteniéndolo, pues el agotamiento le había debilitado las rodillas, y sin saber cómo, despertó a la mañana siguiente en su cama, cubierto con la manta.

Bajó la escalera hacia la cocina, despeinado y bostezando, y vio a su padre ya en pie y uniformado.

—Papá.

Aun con la voz seca y ronca, su padre se volteó y le señaló su taza de café; luego se secó las manos antes de prepararle dos tostadas.

De pie, Dave probó despacio su café: el dulce se deshizo, dando paso a lo amargo. Recordaba la noche anterior como un sueño lejano. Consciente de que se había quedado dormido en comisaría y en el coche, se preguntó cómo había alcanzado la casa.

Su padre le avisó que pondrían una denuncia en comisaría y luego irían a casa de Jill.

—Un compañero me averiguó dónde vive tu amiga.

Dave lo miró, somnoliento, y bostezó.

—¿Y el instituto?

—Hoy no vas —respondió su padre, parado a su lado, contra el mostrador—. Hasta que no detengamos a esos monstruos, no volverás al instituto.

Dave lo observaba, cansado.

—Tengo miedo.

Su padre lo analizó de arriba abajo. Vio las marcas rojizas de dedos en los antebrazos de Dave, el rasguño en su cuello, la herida oscura en el labio y el hematoma amarillento alrededor del ojo. Parecía recién rescatado de un campo de concentración.

—No tienes de qué —respondió—. Haremos lo que haga falta hacer, Dave. Y te prometo que no descansaré hasta que todo esto se haya resuelto.

Y Dave le creyó.

Porque su padre estuvo junto a él mientras ponía la denuncia, aunque Jill Ros ya había puesto la suya. Como aquella mañana patrullaba, Ángel lo llevó en el coche policial hasta el Juzgado, donde el médico forense revisó al muchacho y rellenó un parte médico para la próxima citación.

Luego dejó al muchacho en el barrio donde vivía Jill.

Le dijo que lo llamara cuando quisiera ser recogido y Dave, que se había mantenido callado todo el viaje, separó los labios entonces.

—¿Qué le digo?

—Que lo sientes —respondió su padre.

—No sé hablar con la gente —admitió Dave con torpeza; le costaba expresarse porque nunca había habido comunicación en su familia—. No sé... tratar a los demás.

—Aprenderás, yo te ayudaré con eso. Pero por ahora no quieras arreglarla; intenta entenderla.

Dave no respondió. Mantuvo la mirada clavada en sus propias manos, aparcados en el barrio de apartamentos de ladrillo pegados unos a otros, en una calle larguísima por la que apenas transitaba nadie.

—Por si no lo sabes, estoy orgulloso de ti.

Despacio, Dave alzó la cabeza hacia su padre. Se le había acelerado el corazón al oírlo, principalmente porque su padre nunca estaba orgulloso de nadie.

—El orgullo es pecado —dijo él sin pensar, y su padre suspiró.

—¿Siempre eres así de amargado?

Y Dave, por primera vez en cuarenta y ocho horas, se rio. Lo hacía a propósito, pero para su sorpresa, su padre nunca se lo tomaba a mal. De hecho, aquella vez también lo vio sonreír.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Onde histórias criam vida. Descubra agora