21. El fin de la guerra

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La noche anterior había arrancado un trozo de madera de su lado de la mesa del comedor, sin que nadie se diera cuenta, porque había rascado ese lugar desde antes de la muerte de Cristina, y luego lo destrozó en pequeños palos y astillas que se comió por el hambre.

Los vecinos llamaron a una patrulla esa tarde y Egea les dijo a los agentes que su mujer tomaba pastillas para la esquizofrenia. Dave cerró los ojos. Oyó a su madre corroborar entre lágrimas las mentiras de Egea.

Se preguntó si habría alguna manera de dejar a su padrastro inconsciente para tener tiempo de huir y, quizá, llevarse a su madre.

Al final suspiró.

En agosto cumpliría diecisiete. Entonces solo faltaría un año para irse.

・❥・

El miércoles, otra pelea verbal comenzó a las seis de la tarde. Su madre y Egea discutían a gritos ante la puerta de Dave, en el pasillo del piso superior, y el muchacho, a pesar de no querer enterarse, se rindió cuando escuchó a su madre sollozar.

Retiró el pestillo, se asomó y preguntó qué pasaba.

—¡Te da igual, imbécil, vuelve adentro! —le gritó Egea.

Dave hubiera obedecido, pero el hombre lo lanzó escaleras abajo. Lo agarró de la capucha y arrojó por las escaleras, y aunque casi se abrió la cabeza, Dave se aferró a la barandilla antes de tropezar. Sintió el hueso de su muñeca arderle, pero aguantó y se incorporó.

Alcanzaría la puerta. Se iría para siempre.

Rozó el pomo y un tirón de la capucha casi lo estranguló.

—¡Ni se te ocurra!

Egea había bajado tras de él. Lo empujó y Dave, más débil que nunca, acabó de espaldas contra la pared, sin aire. Para entonces, su madre ya se había refugiado en el baño superior.

Egea agarró por Dave los hombros y le asestó todas las patadas que quiso en las piernas, sin saber de su contusión en la rodilla izquierda; como le enfureció que el muchacho no opusiese resistencia, le calentó la boca de una bofetada.

Una sirena de policía floreció a distancia. Y las cuerdas vocales de Dave cobraron vida.

Gritó, descosido, y se protegió como pudo de las manos del hombre, que lo agarró del cuello; al instante, Dave vio su vida pendiendo del único hilo que la separaba de la muerte.

La desesperación lo llevó a aferrarse con todas sus fuerzas al brazo de Egea, rezando que no fuese el fin, que alguien tirara la puerta.

—¡Alto, policía!

El sonido de su salvación.

La puerta principal se vino abajo y una treintena de policías nacionales irrumpió en la casa. Subieron la escalera, se repartieron por las habitaciones y uno, que de inmediato los divisó, le exigió a Egea que soltara al chaval con una rabia que heló a Dave.

El tiempo pareció detenerse.

El castaño claro bajo la gorra, los ojos fieros sobre la ajustadísima braga de cuello, la cazadora con el escudo nacional en el hombro. El uniforme imponía tanto que Dave dejó caer la mandíbula abierta; lágrimas secas, disueltas en sudor, ensuciaban sus mejillas.

Su salvador.

—¡Papá!

—¡Suelta a mi hijo!

Un porrazo en el hombro bastó para que Egea liberase al niño, pero su padre no se detuvo: de otro golpe lo estampó contra la pared. Un puñetazo en la cara, dos, tres.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Where stories live. Discover now