Capitulo 2

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Midvale


Pasé el día de mi dieciocho cumpleaños haciendo el viaje en coche entre Nueva York y Midvale, National City, para que mi madre pudiera morir en su pueblo natal. Mil  quinientos  treinta  y  cuatro kilómetros de asfalto sabiendo que cada señal que dejábamos atrás me acercaba más y más al que sin duda sería el peor día de mi vida.
En cuestión de cumpleaños, no lo recomendaría.
Pasé todo el día conduciendo. Mi madre estaba tan enferma que no podía pasar mucho tiempo despierta y menos aún conducir, pero a mí no me importó. Tardamos dos días, y una hora después de cruzar el puente hacia la Península Superior de National City mi madre parecía agotada y entumecida por llevar tanto tiempo en el coche. En cuanto a mí, habría preferido no tener nunca más ante mi  vista  un  tramo  de  carretera despejada.
—Toma ese desvío, Kara.
Miré  extrañada  a  mi  madre,  pero puse el intermitente de todos modos.
—Se supone que no tenemos que desviarnos hasta dentro de cinco kilómetros.
—Lo sé, pero quiero enseñarte una cosa.
Hice lo que me pedía, suspirando para mis adentros. Mi madre ya estaba desahuciada: era muy poco probable que dispusiera de un día. No podíamos dejarlo para después.
Había pinos por todas partes, altos y amenazadores. No vi indicadores, ni puntos kilométricos, ni nada excepto árboles y un camino de tierra. Cuando llevábamos recorridos ocho kilómetros, empecé a preocuparme.
—¿Estás segura de que es por aquí?
—Claro que estoy segura —pegó la frente a la ventanilla y su voz sonó tan suave y quebradiza que a duras penas la oí—. Quedan menos de dos kilómetros.
—¿Para qué?
—Ya lo verás.
El seto empezó a verse un kilómetro y medio después. Se extendía junto a la carretera, tan alto y tupido que era imposible ver lo que había al otro lado, y  debieron  de  pasar  otros  tres kilómetros antes de que virara en ángulo recto formando una especie de lindero. Todo ese tiempo, mientras avanzábamos, mi madre no dejó de mirar por la ventanilla, cautivada.
—¿Es esto? —no quería parecer enfadada, pero de todos modos ella no pareció notarlo.
—Claro que no. Gira a la izquierda aquí, cielo.
Hice  lo  que  me  decía  y el  coche dobló la esquina.
—Es muy bonito —dije con cautela, porque no quería disgustarla—, pero no es más que un seto. ¿No deberíamos buscar la casa y…?
—¡Aquí!
Me sobresalté al oír su voz débil pero ansiosa.
—¡Justo ahí!
Estiré el cuello y vi a qué se refería. Empotrada en medio del seto había una verja  de  hierro  forjado  negro.  Cuanto más nos acercábamos, más parecía crecer. No era solo una impresión mía: era una reja colosal. Y no estaba allí para adornar, sino para ahuyentar a cualquiera que tuviera idea de abrirla.
Paré  el  coche  delante  de  ella  e intenté  mirar  entre  los  barrotes,  pero solo vi más árboles. El terreno parecía descender bruscamente a lo lejos, pero por más que estiré el cuello no pude ver lo que había más allá de la loma.
—¿A  que  es  precioso?  —su  voz sonó   vivaz,   casi   ligera,   y   por   un momento pareció la de antes.
Sentí que su mano se deslizaba en la mía y la apreté todo lo que me atreví.
—Es la entrada a Midvale Manor.
—Parece…  grande  —dije, mostrando todo el entusiasmo que pude, pero  no  tuve  mucho  éxito—.  ¿Alguna vez has entrado?
Fue una pregunta inocente, pero sentí por su forma de mirarme que debería haber sabido la respuesta a pesar de no haber oído hablar nunca de aquel lugar. Un momento después pestañeó y desapareció aquella mirada.
—Hace mucho tiempo que no —dijo con voz hueca, y me mordí el labio, arrepentida de haber roto el hechizo que se había apoderado de ella por un instante.
—Lo siento, Kara, solo quería verla. Deberíamos seguir.
Soltó mi mano y sentí de pronto lo frío que era el aire. Al pisar el acelerador, volví a deslizar mi mano en la suya. No quería soltarla aún. Ella no dijo nada y cuando la miré había vuelto a apoyar la cabeza contra el cristal.
Sucedió  medio  kilómetro  después. La carretera estaba despejada y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, apareció una vaca en medio de la calzada, a menos de cinco metros de nosotras, cortándonos el paso. Pisé el freno a fondo y giré el volante. El coche hizo un trompo sacudiéndome de un lado a otro. Me golpeé la cabeza con la ventanilla mientras intentaba controlar el coche  sin  conseguirlo.  Sirvió  de  tan poco como si hubiera intentado hacerlo volar.
Por fin nos paramos derrapando. Fue un milagro que no chocáramos con los árboles. Se me había acelerado el pulso y  respiré a grandes bocanadas para intentar calmarme.
—Mamá… —dije, frenética. Sacudió la cabeza, a mi lado.
—Estoy bien. ¿Qué ha pasado?
—Hay una… —me detuve y volví a mirar la carretera.
La vaca había desaparecido.
Miré por el retrovisor, atónita, y vi una figura parada en medio de la carretera: un chico moreno, más o menos de mi edad, vestido con un abrigo negro que ondeaba al viento. Fruncí el ceño y me giré para mirar por la luna trasera, pero  el  chico  también  se  había esfumado.
¿Habían  sido  imaginaciones  mías? Hice una mueca y me froté la cabeza dolorida. El golpe no me lo había imaginado.
—Nada  —dije,  temblorosa—.  Es que llevo demasiado tiempo conduciendo, nada más. Lo siento.
Arranqué con cautela y miré una última vez por el retrovisor. El seto y la carretera desierta. Agarré con fuerza el volante con una mano y con la otra volví a tomar la de mi madre, intentando en vano olvidarme de la imagen de aquel chico, grabada a fuego en mi cerebro.

El techo de mi habitación tenía goteras. El agente inmobiliario que nos había vendido la casa sin que fuéramos a verla había jurado y requetejurado que no le pasaba nada, pero por lo visto el muy capullo nos había mentido.
Cuando  llegamos  solo  saqué  las cosas que íbamos a necesitar esa noche, incluido un barreño para recoger el agua de la gotera. No habíamos llevado gran cosa, solo lo que cabía en el coche, y ya me había encargado de que llevaran un juego de muebles de segunda mano.
Aunque mi madre no se hubiera estado muriendo, estaba convencida de que  iba  a  ser  muy  infeliz  allí.  Los vecinos más cercanos vivían a casi dos kilómetros por la carretera, todo aquel lugar olía a naturaleza y en el pequeño pueblo de Midvale nadie repartía pizza a domicilio.
No, pequeño, no: llamarlo así sería demasiado generoso. Midvale ni siquiera aparecía en el mapa de carreteras que había usado para llegar hasta allí. La calle principal tenía unos ochocientos metros de largo, y todas las tiendas parecían ser de comida o de antigüedades. No había tiendas de ropa, o al menos ninguna que vendiera algo que valiera la pena ponerse. Ni siquiera había un McDonald’s, ni un Pizza Hut, ni un Taco Bell. Nada. Solo una cafetería vieja y anticuada y una tienducha que vendía chucherías al peso.
—¿Te gusta?
Mi madre se había acurrucado en la mecedora,  junto  a  su  cama,  con  la cabeza apoyada en su cojín favorito. El cojín estaba tan raído y descolorido que yo ya no sabía de qué color había sido en un principio, pero había sobrevivido a cuatro años de ingresos hospitalarios y quimioterapia.  Igual  que  ella,  contra toda probabilidad.
—¿La casa? Sí —mentí mientras remetía las esquinas de la sábana para hacer la cama—. Es… bonita. Sonrió y sentí sus ojos clavados en mí.
—Te acostumbrarás. Puede que hasta te guste lo suficiente para quedarte aquí cuando yo haya muerto. Apreté los labios y me negué a contestar. Era una norma tácita entre nosotras: no hablar nunca de lo que ocurriría después de su muerte.
—Kara —dijo con voz suave, y la mecedora crujió cuando se levantó.
Levanté la vista automáticamente, lista para saltar si se caía.
—Tenemos que hablar de ello alguna vez.
Sin dejar de mirarla por el rabillo del ojo, acabé de remeter la sábana, agarré una colcha gruesa y la extendí sobre la cama. Después puse las almohadas.
—Ahora no —abrí la cama y me aparté para que pudiera acostarse.
Se movía con lentitud, agónicamente, y aparté los ojos. No quería verla sufrir así.
—Todavía no.
Cuando se hubo tumbado me miró. Tenía los ojos cansados y enrojecidos.
—Pronto  —dijo  con  voz  débil—. Por favor.
Tragué saliva, pero no dije nada. No podía imaginarme la vida sin ella, y cuanto menos pensara en ello, mejor.
—La enfermera va a venir temprano
—le di un beso en la frente—. Me aseguraré de que esté bien instalada y de explicárselo todo antes de irme a clase.
—¿Por qué no duermes aquí esta noche?     —preguntó,     dando     unos golpecitos  a  su  lado,  en  la  cama—. Hazme compañía.
Dudé. —Necesitas descansar.
Rozó mi mejilla con sus dedos fríos. —Descansaré mejor si estás aquí.
La  tentación  de  acurrucarme  a  su lado como cuando era niña era demasiado  fuerte,  sobre  todo  porque cada vez que me separaba de ella lo hacía  con la  duda  de  si  sería  esa  la última vez que la vería con vida. Esa noche,  me  permitiría  el  lujo  de ahorrarme ese dolor.
—Está bien.
Me metí en la cama, a su lado, y me aseguré  de  que  estaba  bien  arropada antes de taparme las piernas con la colcha. Cuando estuve segura de que no pasaría frío, la rodeé con mis brazos y aspiré su olor. A pesar de que llevaba años entrando y saliendo del hospital, seguía oliendo a manzanas y fresas. Cerré los ojos antes de que empezaran a humedecérseme.
—Te quiero —murmuré. Deseaba apretarla con fuerza, pero sabía que su cuerpo no podría resistirlo.
—Yo también te quiero, Kara — contestó suavemente—. Estaré aquí por la mañana, te lo prometo.
Pero  por  más  que  yo  lo  deseara, sabía que esa era ya una promesa que no siempre podría cumplir.
Esa noche me acosaron las pesadillas:  soñé  con  vacas  de  ojos rojos, con ríos de sangre, con agua que subía y subía a mi alrededor hasta que me desperté respirando ansiosamente, casi  sin  aire.  Aparté  la  colcha  y  me sequé la frente sudorosa. Temía haber despertado a mi madre, pero seguía dormida.
Dormí mal, pero no pude tomarme el día  libre.  Era  mi  primer  día  en  el instituto de Midvale, un edificio de ladrillo que  parecía  un  establo  grandote,  más que un colegio. Había tan pocos alumnos que  casi  no  había  merecido  la  pena construir  uno,  y  mucho  menos mantenerlo en funcionamiento. Matricularme había sido idea de mi madre. Había perdido el último curso para cuidar de ella, y ahora estaba empeñada  en  que  acabara  el bachillerato.
Llegué al aparcamiento dos minutos después de que sonara el primer timbre. Mamá se había mareado esa mañana y no me fiaba de la enfermera, una mujerona  gorda  llamada  Sofía.  No  es que  tuviera nada  de  sospechoso, pero me había pasado casi cuatro años cuidando de mi madre y por lo que a mí respectaba  nadie  podía  hacerlo  mejor que yo. Estuve a punto de saltarme las clases para quedarme con ella, pero mi madre insistió en que me fuera. El día ya había sido bastante difícil, aunque yo estaba segura de que solo podía empeorar.
Por lo menos no tuve que hacer sola el camino de la vergüenza al cruzar el aparcamiento. Cuando estaba a medio camino del edificio, noté que detrás de mí iba un chico. No tenía edad suficiente para conducir y el pelo castaño, un chico extraño. A juzgar por su expresión alegre, parecía importarle un pimiento llegar tarde.
Corrió para llegar a la puerta antes que  yo  y  vi  con sorpresa  que  me  la abría. No se me ocurría ni un solo chico de mi antiguo instituto capaz de hacer una cosa así.
—Después de usted, mademoiselle.
¿Mademoiselle? Me quedé mirando el  suelo  para  no  mirarlo  como  a  un bicho raro. No convenía ponerse grosera el primer día.
—Gracias —mascullé, y al entrar apreté el paso, pero era más alto que yo y me alcanzó enseguida.
Y para mi espanto, en vez de pasar de largo, siguió caminando a mi lado.
—¿Te conozco?
Dios mío. ¿De verdad esperaba que le contestara? Por suerte pareció que no, porque no me dio tiempo a responder.
—No, no te conozco.
Brillante observación, Einstein.
—Pero debería conocerte.
Justo antes de llegar al despacho se giró y se interpuso entre la puerta y yo. Me tendió la mano y me miró con expectación.
—Soy Winn —dijo, y por fin pude verle bien la cara. La tenía de niño, pero quizá fuera mayor de lo que yo pensaba. Tenía los rasgos más definidos, más maduros de lo que esperaba—. Winslow Schott. Ríete y me veré obligado a odiarte.
No me quedó más remedio que componer una sonrisita y darle la mano.
—Kara Danvers.
Se quedó mirándome algo más de lo estrictamente necesario, con una sonrisa bobalicona. Yo me quedé allí parada mientras pasaban los segundos, removiéndome, inquieta, y por fin me aclaré la garganta.
—Eh… ¿podrías…?
—¿Qué? Ah —soltó mi mano y de nuevo me abrió la puerta—. Tú primero, Kara Danvers.
Entré,  apretando con fuerza  mi bolso. Dentro del despacho había una mujer vestida de azul de la cabeza a los pies, con un pelo liso de color castaño rojizo que yo habría dado el pie derecho por tener.
—Hola, soy…
—Kara Danvers —me interrumpió Winn poniéndose a mi lado—. No la conozco.
La recepcionista logró suspirar y reírse al mismo tiempo.
—¿Qué ha pasado esta vez, Winn?
—Se me ha pinchado una rueda — sonrió—. La he cambiado yo mismo.
Ella anotó algo en una libreta de hojas rosas, arrancó la hoja y se la dio.
—Tú vienes andando al instituto.
—¿Sí? —su sonrisa se hizo más amplia—. ¿Sabes, Alex?, si sigues dudando así de mí, voy a empezar a pensar que ya no te gusto. ¿Mañana a la misma hora?
La mujer se rio y Winn desapareció por fin. Me resistí a mirarlo y clavé la mirada en un anuncio que había pegado al mostrador.
—Kara  Danvers  —dijo  la mujer, Alex, cuando se cerró la puerta del  despacho—.  Estábamos esperándote.
Se puso a mirar en un archivador y yo me quedé allí, incómoda, y deseé que hubiera algo que decir. No era muy habladora,  pero  al  menos  podía mantener una conversación. A veces.
—Tienes un nombre muy bonito. Levantó sus cejas perfectamente depiladas.
—¿Sí? Me alegro de que te guste. A mí también me gusta. Ah, aquí está — sacó  una  hoja  y  me  la  pasó—.  Tu horario y un plano del centro. No te será difícil encontrarlo. Los pasillos están pintados según el curso, y si te pierdes solo  tienes  que  preguntar.  Somos bastante amables por aquí.
Asentí mientras me fijaba en mi primera clase. Álgebra. Genial.
—Gracias.
—De nada, querida.
Me volví para marcharme, pero cuando toqué el pomo de la puerta, carraspeó.
—¿Señorita Danvers? Solo… solo quería decirte que lo siento mucho. Lo de  tu  madre,  quiero  decir.  La  conocí hace mucho tiempo y… En fin, lo siento mucho.
Cerré los ojos. Todo el mundo lo sabía. Yo no me explicaba cómo, pero lo sabían. Mi madre decía que su familia había vivido en Midvale generación tras generación, y yo había sido lo bastante idiota como para creer que mi llegada pasaría desapercibida.
Parpadeé para contener las lágrimas, giré el pomo y salí rápidamente con la cabeza gacha, confiando en que Winn no intentara hablar conmigo otra vez.
Nada más doblar la esquina me tropecé con una especie de muro. Perdí el equilibrio, me caí y el contenido de mi   bolso   se   desparramó   por   todas partes.  Me  puse  colorada  y  procuré recoger  mis  cosas  mientras  farfullaba una disculpa.
—¿Estás bien?
Levanté la vista y me hallé cara a cara con una chaqueta beisbolera. La muralla humana me miraba desde su altura. Al parecer, Winn y yo no éramos los únicos que llegábamos tarde esa mañana.
—Soy  Jack  —se  arrodilló  a  mi lado y me ofreció la mano.
La agarré el tiempo justo para incorporarme.
—Kara —dije.
Me pasó mis cuadernos y yo se los quité y volví a meterlos en mi  bolso. Dos  libros  de  texto  y  cinco  carpetas después, me levanté y me sacudí los vaqueros. Fue entonces cuando me fijé en lo mono que era. No solo para un pueblucho como Midvale; también habría parecido muy mono en Nueva York. Aun así, había algo en su forma de mirarme que me dio ganas de apartarme de él. Pero antes de que pudiera hacerlo, una chica rubia muy guapa se adosó a él y me miró de arriba abajo. Puede que sonriera, pero se inclinaba contra Jack y se agarraba a su brazo de un modo que parecía estar orinando encima de él para marcar su territorio.
—¿Quién  es  tu  amiga,  Jack?  — preguntó, agarrándolo aún más fuerte.
Él la miró inexpresivamente y tardó un momento en rodearla con el brazo.
—Eh… Kara. Es nueva.
Su sonrisa falsa se hizo más grande y me tendió la mano.
—¡Kara! Soy Ava. He oído hablar tanto de ti… Mi padre tiene una inmobiliaria y me ha hablado de ti y de tu madre.
Al menos ahora tenía alguien a quien culpar de la gotera de mi cuarto.
—Hola, Ava —dije, picando el anzuelo, y tomé su mano—. Encantada de conocerte.
Su  mirada  dejaba  bien  claro  que nada la habría hecho más feliz que llevarme al bosque y enterrarme viva.
—Lo mismo digo.
—¿Qué clase tienes primero? — preguntó Jack estirando el cuello para mirar mi horario—. Álgebra. Puedo… podemos enseñarte dónde es si quieres.
Abrí la boca para decir que no, pensando que no había razón para tentar más aún al destino ahora que había aparecido Ava,   pero   antes   de   que pudiera decir nada me agarró por el brazo y me llevó por el pasillo. Miré a Ava dispuesta a disculparme por secuestrar a su novio, pero cuando vi lo coloradas  que  tenía  las  mejillas  y  lo tensa que estaba su delicada mandíbula me quedé sin habla.
Quizá mi madre me sobreviviera, después de todo.

Aprendiz de Diosa (1ra Parte) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora