▪ PROLOGO ▪

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Nuevo día, nuevas oportunidades, al menos eso es lo que se suele decir, aunque a veces, es solo una forma de autoconvencerse de que todo irá bien frente a la rutina y la cruda realidad que se impone con la inevitable rutina.

Era el segundo lunes de septiembre, las vacaciones de verano habían llegado a su fin, dando comienzo las clases y con ello el consecuente estrés académico.

En un lujoso apartamento en el centro de París, un joven de cabellos dorados y su padre desayunaban en la mesa del comedor, el mayor ojeando un periódico a modo de distracción mientras que el rubio daba un sorbo de su zumo de naranja.

— ¿Crees que este año te irá mejor? — cuestionó su progenitor sin desviar la atención de las planas.

El muchacho posó sus esmeraldas en el semblante circunspecto del que era su modelo a seguir en la vida, dejando el vaso a un lado y recargándose en el respaldo de la silla con engorro.

— No lo sé. — contestó con parsimonia—. Peor, seguro que no.

— Adrien...

— No hace falta que me des el sermón, papá. — lo interrumpió con una sonrisa despreocupada—. Te prometo que no volveré a repetir de curso y, con un poco de suerte, el año que viene estaré estudiando en la Universidad.

El chico se incorporó del asiento en una postura relajada, yendo donde su mentor, que entonces lo miraba con una expresión más receptiva.

— Sabes que solo me preocupo por ti, no quiero que eches tu futuro a perder. — alentó con voz apacible, observando como su descendiente lo escuchaba atentamente—. Sé que desde que tu madre y yo nos divorciamos, las cosas no han vuelto a ser...

— Esa mujer no es mi madre. — espetó desdeñoso el de gemas verduzcas.

— Hijo...

El menor no quiso seguir con la conversación, andando hasta el recibidor y dejando a su padre con la palabra en la boca.

— Me voy al instituto. — enunció cargando su mochila con pesadez—. Nos vemos a la tarde.

El hombre restó inmóvil en su posición, contemplando como su vástago ni siquiera volvía a dirigirle la mirada, encaminándose hasta la puerta y desapareciendo tras ella en silencio.

Pese haber transcurrido tres años desde la separación de sus padres, aquel recuerdo amargo era algo que seguía atormentando al chico cada vez que el tema salía a la luz; obligándose a hacer caso omiso a ello, por tal de no dejarse llevar por las emociones negativas que lo embriagaban.

Aún y así, aquella situación lo había cambiado, no pudiendo ver a las mujeres de la misma manera que antes, debido a que la que consideraba él como a su ángel protector, había abandonado a su familia para fugarse con un desgraciado que había conocido en el trabajo.

Ante tan deplorable panorama, Adrien perdió la fe en el amor y en la buena voluntad del sexo opuesto, creándose una máscara que solo le hacía ver y conseguir lo que quería de, como él nombraba, unas interesadas.

Mientras recorría las calles de la ciudad, se dejó atrapar por sus pensamientos, apenas percatándose de que no estaba solo en su paseo.

— Te veo muy pálido, colega.

El susodicho se exaltó, resoplando con hastío al ladear el rostro e identificar a su fiel camarada.

— Joder, Nino. — se frotó la nuca, aún marchando a un paso calmado—. ¿Podrías dejar de hacer de Casper y actuar como a una persona normal?

— ¿A quién llamas Casper? — le rebatió con sarcasmo el moreno—. El único fantasma aquí, eres tú... ¡Lechoso!

— Sí, sí... Lo que tú digas.

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