10. Enfrentar los recuerdos

Start from the beginning
                                    

La sangre escocía; su piel picaba. Dolía más de lo que hubiera imaginado; sin embargo, se olvidó de sus agujetas.

No le dijo a nadie que había sangrado. En el aula, distraído de la lección de inglés, jugó con el sacapuntas en sus dedos, preguntándose si sería más efectivo rasgar su piel con algo afilado. Sacó la cuchilla con cierto esfuerzo y la contempló, como ido.

No quería que nadie lo viera golpeado. No soportaría la vergüenza. Ni Álvaro ni Sergio hicieron preguntas respecto a su mejilla inflamada. A Cristina no le dio explicación alguna porque no preguntó. Pero la muchacha no era tan inocente como para creerse que su hermano tenía hinchada la cara por culpa del fútbol.

Ella sabía la razón aunque nadie se la hubiese dicho y todos en casa pretendiesen que ya no había tensión entre Dave y Egea.

Aquella tarde, cuando volvieron de la escuela, Cristina le inventó a su madre que había suspendido un examen de matemáticas y la profesora quería que fuera a clases por la tarde para recuperar.

Nadie puso objeción. Su madre, que había pasado la mañana haciendo la compra y buscando trabajo cafetería por cafetería, estaba removiendo las verduras en el fuego cuando la niña se lo dijo.

—Pues ve —respondió con simpleza.

Cristina habló durante la comida para relajar el ambiente; veía a su hermano comer sin ganas, queriendo pasar inadvertido, y su madre hacía tema de conversación casi evitando mirar a Egea.

Poco antes de las cuatro, Cristina se marchó de la casa como si tuviera prisa y Dave se encerró en su cuarto.

El chico sospechaba que su hermana no quería estar en casa, aunque no entendía por qué. Ella no sabía qué había ocurrido entre Egea y él. Además, Egea no se violentaba con Cristina: de hecho, adoraba a la niña y siempre le daba dinero para que se comprase chucherías o ropa.

Dave estuvo tirado en su cama alrededor de una hora, sin moverse para que el costado no le punzase, hasta que un ruido lo sacó de su ensoñación y, pese al dolor abdominal, se incorporó.

Oía gritos.

Y llanto.

Dave cerró los ojos y deseó morirse. Todavía le dolía la cabeza del día anterior.

Gritos distorsionados rebotaron contra las paredes. Dave se ajustó su cálido gorro con cuidado de no lastimarse y despacio abandonó su dormitorio. La saliva no circulaba por su garganta.

Vio, desde lo alto de la escalera, a su madre y Tribuno Egea discutiendo a gritos, pero era incapaz de comprender lo que decían. Seguramente volvía a ser su culpa.

Por un momento se preguntó si valdría la pena bajar. Se había peleado muchas veces en el instituto, pero no le gustó ser el golpeado.

—¡Suéltala, animal!

Reaccionó sin pensar porque vio a Egea agarrar del brazo a su madre. No la había lastimado, pero podría dejarle la marca de los dedos si quería. Los dos lo miraron, como si el niño no tuviese nada que ver allí. Dave, que había bajado el último peldaño, no soltó la barandilla porque sus rodillas temblaban.

—¿Qué mierda te pasa? —le preguntó Egea, y Dave tragó fuerte.

—Te dije que no tocaras a mi madre.

—La toco como me dé la gana, imbécil.

—¡Pero no le pegues, joder! —gritó Dave antes de que se acercase, ronco como nunca antes; el costado empezaba a pincharle de nuevo—. A mí hazme lo que sea, mátame si quieres... pero a ella no, que te quiere.

Egea se había detenido, sin parpadear, resoplando cual toro bravo, para mirar al chico; tardó unos segundos en decidirse, pero al final lo agarró de la barbilla y a Dave se le volcó el corazón.

—Eso ya lo sé.

Un puñetazo en el estómago arrodilló a Dave sus pies; los intestinos del chico se levantaron y, sin reprimirlo más, vomitó.

・❥・

Merche y Cristina habían regresado al patio de la parroquia, a la derecha del Cristo crucificado, a sentarse en la banca con las piernas cruzadas y las mochilas en el regazo, a debatir qué hacer. Y cuando Cristina estaba sopesando la idea de echarse novio y fugarse de casa, Merche sugirió denunciarlo a la policía.

—¿Y qué les digo: que el marido de mi madre le ha pegado a mi hermano? No harán nada hasta que alguien se muera.

—Al revés: así evitas que alguien muera —replicó Merche.

Cristina dejó escapar un intenso suspiro y se recostó contra el respaldo del banco.

—Mi padre real es policía —masculló con asco—. Tengo tan mala suerte que me atenderá él si voy a denunciar.

—¿Y eso no es bueno? Pedirá tu custodia, te irás con él los fines...

—¿Estás loca? —exclamó Cristina horrorizada; sus venas iban a estallar de la cantidad de rencor aglutinado—. ¡Dejó a mi madre, nos cambió por su religión, no nos quiere! ¿Cómo...?

—Si tu padre es religioso —la interrumpió Merche—, debería ayudarte. Eres su hija, Además, se fue hace cinco años. Supéralo.

Cristina guardó silencio.

Por primera vez en su vida consideró qué mal les había hecho su padre. Lo poco que recordaba de él era que se había vuelto religioso, que prohibió el alcohol, la televisión y las palabrotas, y les obligó a memorizar los libros de la Biblia. Intentó llevarlos a misa, pero su madre no lo permitió por si "les lavaran el cerebro."

Ese hipócrita que cuidaba más a los extraños que por sus hijos nunca se olvidó de darles pan, ropa y plaza escolar incluso después del divorcio.

Comparado con Egea, su padre era Dios encarnado.

—Pero se fue —murmuró de nuevo, mirándose las uñas pintadas de celeste—. Era un orgulloso, nunca se disculpaba, se creía perfecto...

—Tu hermano también. ¿Es eso razón suficiente para que lo odiases?

—Nada sería razón suficiente para que odiase yo a mi hermano.

Lo dijo mirando a Merche a los ojos, tan convencida que ella misma se sorprendió. Volvió la vista a sus propias uñas y se humedeció los labios. Tuvo unos segundos para reflexionar y, con el corazón apretujado de ansiedad, suspiró:

—Vamos a buscar a mi padre.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Where stories live. Discover now