Capítulo 11

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La noticia no me pilla desprevenida aquella mañana.
Veo criadas por todas partes, parece que se hayan multiplicado. Limpiando el suelo, limpiando los pasillos, el polvo en las paredes, las copas de cristal, los retratos, los baños.
Y mis doncellas se esfuerzan especialmente en mi ropa y maquillaje.

Me ponen una tonalidad rosa suave en las mejillas y apretan con fuerza el moño en mi cabeza.
Trago saliva y me dejo hacer, sin tener demasiadas ganas de luchar o resistirme.
Las campanas que indican la hora desayuno suenan con fuerza por todo el palacio y me pongo en pie.
Maritza alisa mi vestido.

—Muy bien, Princesa. Ha hecho una gran labor estas semanas. Sus padres van a estar encantados y muy felices de haber regresado a casa. —Me asegura. Apreto los labios pero me esfuerzo por sonreírle a pesar de que no me siento así.
Tomo una bocanada entrecortada de aire y la puerta se abre ante mi.

Lúgubre, con pesadumbre y también algo de miedo, doy pasos cortos y para nada decididos. Llego hasta la sala del desayuno y mi presencia se anuncia casi a bombo y platillo.
—Buenos días. —Saludo sin más gesto que mis palabras.

Pero mis ojos buscan por la sala unas orbes azules que acaban por encontrar. Y le brindo una sonrisa real y temerosa. A escondidas, una vez más.
Esa es la única sonrisa que brindo durante todo el desayuno y en cuanto veo la extraña expresión de felicidad de los Reyes, tengo la sensación de que también será la última vez que sonría en toda la mañana.

Elalba espera en silencio a mi lado y puedo jurar que también está algo más decaída que de costumbre.
Le doy una mirada fugaz, me la devuelve aunque sin expresión alguna.

—Has hecho un gran trabajo, hija, te felicito. Me han hablado de tu sobriedad y seriedad, de que has sabido llevar las riendas a la perfección. —Mi padre ya tiene el rostro bastante arrugado. Su pelo es blanco y pobre debido a sus ya sesenta años. Mi madre tiene el cabello en una tonalidad morena pero su rostro también delata su edad.

—Gracias, Padre. —Respondo sin que nuestros ojos se encuentren.
No quiero mirarle, ni que me mire, que me hable de mis logros en el Palacio o de mis futuras obligaciones.
Por primera vez en mi vida, simplemente quiero que se callen.
Que el silencio se convierta en el verdadero Rey y terminemos cuanto antes.

Pero para mi más absoluta desgracia, mi madre interrumpe mi valioso silencio con un carraspeo suave que nos obliga a levantar la cabeza y enfocarla.
—Querida, supongo que estarás ansiosa por lo que tu futuro más cercano te depara, ¿cierto? —La saliva casi se me atasca y un nudo nace en mi garganta. No respondo.

—Sabes de lo que hablo, ¿verdad? —No, por favor. No.
—No estoy segura. —La indecisión tiñe mis palabras y las vocalizo con un hilo de voz, casi en un susurro doloroso.

Buscando algún tipo de consuelo, miro a Ethan. Y de repente, al notar que no ha dejado de mirarme desde que entré, las personas a mi alrededor desaparecen y tan sólo quiero sonreír como una estúpida.
Me siento como una estúpida.
No permito que por mis labios se deslice ese gesto que me delataría y rompo mi propia burbuja.

—Del futuro Príncipe, querida.
—Es lo primero que oigo cuando me giro de nuevo a la mujer que me engendró.
Lo dice con tal obviedad que el estómago se me revuelve y deposito la taza de café sobre la mesa. El hambre se me pasa y la boca se me seca.

—Como sabes, el Duque Richard Morrison es un gran amigo de la familia desde hace muchos años. Especialmente de tu padre, tras tu nacimiento, acordamos que se convertiría en tu futuro esposo. Es un hombre sano, está en perfectas condiciones físicas y sus escasos cuarenta años prevén que nos gobernará durante muchos años.

Las palabras salen de su boca y entran en mis oídos. Pero es como si mi cerebro se hubiera desconectado y sólo pudiera oírla de fondo. Como escuchar una melodía sin letra.
Asiento sin embargo, como un acto reflejo que la haga pensar que le presto atención.

Pero en cierto momento, me desconecto del todo y dejo de escucharla.
Por fin termina de hablar y respiro profundo.
Pero aunque quiero, no logro sofocar el miedo que se asoma en mi estómago.
Mi cuerpo deja de admitir comida y me niego a seguir con el desayuno.

Me excuso diciendo que no me estoy sintiendo bien y seguidamente, me retiro.

El día pasa como otro cualquiera. Miro a mi alrededor y todo está igual. Las doncellas, las criadas, mi familia. Todo está bien pero yo no lo estoy.

La noche cae y voy derecha a mi refugio favorito. El único lugar donde soy libre.

Cuando atravieso la puerta y me deshago de la linterna, ahogo un grito al ver de repente a Ethan allí.
—¿Qué haces aquí?
—Tenías razón. Hay otra entrada por la cocina secundaria.
—Suelta con una pequeña sonrisa. Suspiro y abro la puerta del balcón. Me adentro en él y me siento en el suelo, apoyándome en la pared.

Recuesto mi cabeza contra la pared y cierro los ojos. Noto como se sienta a mi lado.
—Oí todo esta mañana. Sabía que vendrías aquí y... necesitaba asegurarme de que estás bien.
—Confiesa.
Mis ojos cristalizados se abren y le miran.
Suelto a través de lágrimas todo el dolor que albergo.

—Jaqueline... —Mi nombre escapa de sus labios en un suspiro y abre sus brazos para acogerme en su pecho. No me resisto.
—No quiero casarme con él.
—Sollozo.
—¿Por qué tengo que hacerlo? ¡no pedí nacer Princesa! —Me es difícil entender mis propias palabras pero el castaño parece entenderlas a la perfección.

—Oye, mírame. —Hago caso a su petición y sus ojos bajo la luz de la luna me hipnotizan.
—Podrá quitarte muchas cosas ¿sabes? muchas. Pero jamás va a quitarte quien eres, Jaqueline.
—Se muestra tan preocupado que mi corazón se derrite.
—¿Y quién soy, Ethan? —Él sonríe. La pregunta me pilla más por sorpresa a mí de lo que lo hace con él.

—La chica que rompe vestidos de doscientos mil tirando de las costuras. —Eso me provoca una carcajada.
—...la que devora libros cada noche hasta las cinco de la mañana. La que ama reír demasiado alto y molestar a su hermana.
La que se rehúsa a llevar una corona y saluda cada día a cada persona de este Palacio.

«La que se pasó un mes haciendo todo tipo de idioteces para molestar a un soldado porque no le devolvía sus "buenos días"
—Nuestras carcajadas se sincronizan.

—...eres única, Jaqueline. Eres la insufrible, cotilla, hermosa y chalada Jaqueline. —Mis labios se ensanchan y mi ritmo cardíaco crece tanto que temo que incluso pueda oírlo. Y mi vista sin querer se desvía a sus labios.

Permaneces así durante instantes antes de que sea él quien rompe el contacto.
—Hay muchas cosas que quiero hacer antes de la boda...
—¿Ah, si? ¿por ejemplo? —Lo medito.

—Como cocinar. —Suelta una risa.
—¿Cocinar? ¿de verdad? Hay miles de cosas en el mundo... saltar de un precipicio, caminar sobre llamas, tener una pelea a muerte, viajar a Irlanda. ¡Pero tú quieres cocinar! —Me siento "ofendidas" ante su burla y le doy un puñetazo sin fuerza en el hombro.

—¡Son ese tipo de cosas que nunca he podido hacer! —Le recuerdo exclamando pero no deja de reír.
—¡Seguro que tú tampoco sabes cocinar! —Sus ojos están cerrados y está apoyado contra la pared. Muy ocupado burlándose de mi. Maldito idiota.
—¿Cocinar? ¿yo? Mi madre no me dejaba acercarme a la cocina. —Pongo los ojos en blanco con diversión.

Y la pregunta viene a mi cabeza rodada.
—¿Que hay de tu familia, Ethan? —Entonces se pone serio, se aclara la garganta y me mira.
—Mis padres viven en un pueblo cercano. Mi padre es herrero y mi madre costurera. Soy hijo único. Mi madre me tuvo cuando apenas tenía quince años así que aún se maneja bien con las agujas a sus treinta y seis. —Sonrío honesta.

—Deben estar muy orgullosos de ti. —El color azul de sus iris se ilumina con profundidad.

Y las horas siguen cayendo para nosotros. Tan distraídos que no sabemos cuando empieza la noche o cuando termina.

Las reglas de la princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora