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HUNTER CAMPBELL

Sexo, drogas y Hunter Campbell o Cross, llámenme Hunter C. 
La peor fase me había apresado por segunda vez, y no me sentía orgulloso de ello.
Por las noches bebía y, entre copas o cuando el hígado me rogaba que parase de beber por ese día, me follaba a lo análogo a un ángel con el pelo en llamas, de espaldas a mí para sólo ver su densa melena color fuego, quemándome las manos enredadas en ella, y pensar en el caos llamado Mía hasta correrme; una vez el polvo llegaba a su desenlace con dos cuerpos perlados de sudor y sonrosados por el esfuerzo, me marchaba a casa tambaleándome como una balsa en un río rápido. Bordeaba el canal hasta llegar a casa y, una lucha de dos asaltos después con las llaves, caía redondo como una cuba en el sofá o en la cama, según la suerte de ese día, pero no antes de derramar el alcohol en lágrimas. 
Por las mañanas el dolor de cabeza, estómago, cuerpo, alma y corazón eran desgarradores. 
Un lavado de estómago y una ducha después, recogía la prensa del día y esperaba en el sofá a que la resaca pasase con las horas, escuchando la BBC, la CNN o la CNBC de fondo, como el murmullo del gentío en un mercado; me preparaba —para orgullo de los camellos— de una a dos rayas de coca y salía a correr. 

Ese día me eché una sola raya de cocaína, y salí a correr por Great Glen Way, un bosque de frondosos árboles. 
El sudor me corría por la cara y el cuerpo, empapándome la blusa.
Exsudaba energía, fuente de la coca y maldecía a la par el día que conocí a Mía Anderson, el día de ayer, a Wynona Howland, a la abuela Norah, a los abuelos Baltashar Campbell y Donovan Cross y a Kenneth Hughes. 
Hughes Inc. y sus sucursales tenía los días contados, como los tenían todas aquellas personas que habían puesto su grano de arena para acabar con, aquí, don Colocado.  
No había nada en mí. Todo estaba roto. No se escuchaba nada, sólo el eco de nuestros recuerdos; noches en vela entrando en ella y proclamándola mía. 
Las noches y los días eran eso: una monotonía de pecados unos tras otros. Sexo, drogas y un yo: sólo y deshecho. 
Corrí de regreso a casa, empapado en sudor. 
—Qué pasada de coche —comentó un crío cerca del canal. Su padre parecía a punto de perder los papeles—. Joder. 
—¡Esa boca! 
Me reí, pero tan pronto como me eché a reír me callé de sopetón. 
—Hola, capullo —me saludó socarrón. 
Alec Tremblay estaba allí, cara a cara, sentado sobre el capó de un ostentoso Aston Martin DB11 color chocolate. 
Me paré a escasos metros de él con el semblante desvaído. 
La euforia o el high, prueba de la cocaína, se esfumó a la carrera cuando el pomposo culo del decano de la Peter A. Allard se acercó a mí. 
—¿Qué haces aquí, Alec? —pregunté armándome de valor. 
Tensé la mandíbula. 
—¿Tú qué crees, Hunter? —se colocó sus gafas de sol Clubround de color negro, como su atuendo, de la marca Ray-Ban—. ¿Qué pasa?, ¿no te alegras de verme?
—No —pasé de largo por su lado o un amago de pasar de largo; me agarró del hombro en un nanosegundo, empotrándome contra el capó del coche—. ¡¿Qué haces?! Suéltame, ¡suéltame, joder!
—Te soltaré —aflojó su agarre—, pero con una condición: prepara tus putos bártulos, tengo que estar el sábado en Canadá. 
Me soltó. 
Será cabrón. Le miré furibundo. 
—Vamos, colega, echa el freno. Soy yo, Alec. 
—Deberías echar el freno tú —recalqué. 
Los transeúntes seguían alabando el coche. 
—¿Qué haces aquí?, bueno, ¿cómo...? —no sabía acabar la frase. No quería a Alec allí, menos aún quería regresar a casa. 
—¿Te suena Tabatha? —se pasó la mano por su pelo castaño ámbar. 
Pues claro, cómo no; le compré a su agencia la casa. 
—Pues no fue ella —se cogió el estómago, riéndose a la par—. Fue Mía, Tabatha sólo les confirmó la dirección a tus padres. 
Mía. 
Escuchar su nombre causó estragos en mí para dos meses más. 
¿Mía le había dado la dirección? 
—Qué casón más chulo, eh. 
Conté hasta ochenta; debía calmarme y más me valía hacerlo por las buenas. 
La fachada blanca de la casa se erguía ante nosotros, burlándose de mí. Me había hecho con la mala suerte del resto de humanos. 
—Es la hora del té —canturreó, esperándome en la puerta acorazada de nogal. 
Saqué las llaves y abrí. 
Me pasé la mano por el pecho; allí, cerca del corazón, colgaba la llave de Mía. 
—Me mola —se sacó las gafas de sol, encontrándome cara a cara con dos profundos lagos grisáceos.
Tabatha S. me había amueblado y decorado la casa de Laura Ashley; suelos de parqué o enmoquetados, paredes empapeladas o de colores pastel, techos de mampostería o encalados a dos aguas con vigas de madera.   
No quería recaer en el caos llamado Mía. Me reí; recaer, ¿acaso lo había superado como para recaer? 
—¿De qué te ríes? 
—Nada —entramos en la cocina con isla central. 
Los muebles rústicos azul petróleo y mármol blanco hacían destacar la pared de cerámica blanca.
—Me gusta el estilo francés de los muebles. 
Asentí. 
Llené la tetera de agua y la puse al fuego. 
El fuego me traía un mal recuerdo. 
Las llamas me engullían por las noches, despertándome hecho un mar de sudor frío. Ahora ese fuego había regresado, asolándome por completo. 
«Según Hunter eres fuego» aseguró Lorenzo aquel memorable día en el Cafè de la Pedrera, una cafetería en la emblemática Casa Milá. «¿Ardes como el fuego y quemas todo a tu paso?»
—Sí —respondí al recuerdo. 
—¿Qué? —preguntó Alec. Estaba moreno y sus pecas se habían hecho eco a lo largo de su puente nasal. 
Negué. 
Saqué dos tazas de porcelana. 
—¿Twinings Earl Grey? —pregunté con la lata de té inglés en la mano. 
—Sí —se sacó la chupa de cuero—, dos cucharadas de té con una de azúcar. 
Me puse en modo automático preparando los tés. 
Había dos preguntas que me carcomían el cerebro con el paso de los segundos. 
—¿Qué haces aquí? 
Bebí un sorbo de té negro; el líquido me calentó el estómago, reconfortándome.
—Gran pregunta —sentó su cuerpo musculoso en una butaca—. ¿Tú qué crees?, ¿estás al tanto de cómo están las cosas en Campbell LLC.? Tu empresa, Hunter, ha caído en Wall Street; Brandon no da abasto, por no hablar de Jerome, ese no es su mundo. 
Me arrepentí de haberme marchado. 
Alec apoyó los codos sobre el mármol blanco y frío. 
—El máster de abogacía de la UBC es presencial, Hunter. Tu hermano ha faltado al cien por cien de las clases porque está al mando de tu bufete. Es sólo un crío, tío —pasó la yema de los dedos por las orquídeas blancas del florero—. Los profesores me han dado un ultimátum: o Jerome regresa a las clases el lunes o será expulsado del máster. 
—¡¿Qué?! —aullé y me erguí. A tomar por culo el té. 
Me acerqué a Alec. 
—Eres el decano, has algo. 
—No —me miró molestó—, ese algo debes hacerlo tú. Todos están preocupados, Hunter: tus padres, tu hermano, tus abuelos, tus tíos, Mía... 
Estrellé el florero de orquídeas contra la pared de cerámica. 
—No la nombres —tensé la mandíbula—; es más, deberías echarla del máster. 
Alec se cruzó de brazos. 
—Estás aquí por ella, ¿no?, ¿qué pasó, Hunter? —preguntó socarrón—, ¿se apagó la llama o la apagó un tercero? Cuéntame, tío. 
Negué, no estaba preparado, a duras penas me había soltado con la doctora Howland. 
—Kenneth se la folló. 
Crash. Escuché cómo se me rompía el corazón una vez más. 
El moreno de la cara del decano se esfumó. 
—Será cabrón. 
El dolor no cesaría nunca. 
—Fue algo de ambos, no de uno sólo —recogí las orquídeas echo un mar de dolor. Me reí cuando las lágrimas brotaron, como un río desbordado. 
—Hunter —Alec abandonó su lugar y se acercó a mí, tanteando el terreno. 
No me sometas a un tercer grado, quería rogarle. 
—Dame un segundo —conseguí rogarle; apoyé la cadera en el mármol frío y me llevé las manos a la cara empapada. 
—Joder —me colocó la mano en el hombro—, ¿estás...estás llorando? Joder, pues claro que sí. 
Agarré a Alec Tremblay de su blusa de manga larga negra y lo abracé; hundí la cara en su pecho y lloré y lloré, empapándolo. 
—Vamos, colega. 
El dolor se resumía en una persona; aún la recordaba en el suelo, su ropa se había quemado con la fricción del asfalto. Lloraba en plena C-31 cerca del Delta del Llobregat. Su MT-125 acabó chocando con el portabultos del Audi A7 de Hughes S.A. 
Recé porque no fuese su cuerpo o su cabeza. 
La observé; sabía cómo se sentía al contemplar en el arcén de la C-31 una cruz con rosas; sabía qué recuerdos le traía aquel paramo: un coche volcado, una calzada nevada. 
Su dolor me había reconfortado tanto como su último te amo
Esa noche huí. Era un ser desamparado, un alma en pena. 
Volví a ser el blanco de un mundo cruel al que nunca debería haber llegado. 
—Recuerdo su alegría, su forma de amarme, sus te amo haciéndole el amor, hasta sus cabreos; hasta ahí todo es perfecto, pero un segundo después su cuerpo desnudo está montándole la polla a Kenneth, la escuchó correrse, alcanzar un orgasmo colosal con un hombre que...que no soy...no soy yo, Alec. 

Después de dos horas, me calmé y nos acomodamos en el balancín de madera del porche; choqué su cerveza Corona con la mía y bebí de ella.  
Alec seguía con cara de póquer; le había contado gran parte del pasado.  
—Bueno —hablé—, cuéntame, ¿a qué se debe tu bronceado perfecto? 
Me reí. 
—Hace una semana me tomé unos días de descanso en tu hotel. 
Vaya. 
—Lo suponía —bebí. El Lago Ness permanecía en calma, surcado por algunos barcos adentrándose en el canal—. ¿Te gustó?, ¿qué tal la Suite Penthouse?
—¿Tú qué crees? Me pasé los cuatro días follando en aquella cama redonda o en el sofá de enfrente —nos reímos a todo pulmón—. Zoe aún no puede andar. 
—¿Zoe? —pregunté. No será la alumna Zoe Allen ¿no?
—Zoe Allen. 
—¿Qué? —me puse cara a cara con él; alcé las cejas—, ¡estás loco! Es una alumna, lo sabes, ¿no?
—Pues claro —se acabó su Corona—. Ah, no me acordaba —se pasó las manos por el pelo denso—. El sábado cenaremos en Boulevard Vancouver. Reservé una mesa. El padre de Zoe, Humphrey Allen, nos espera sobre las ocho. 
Era su cumpleaños. 
—Hunter —me llamó. Le miré saboreando la cebada—, el profesor de Derecho Criminal Canadiense, Gabe Haggard, está preparando una mesa redonda; le gustaría contar contigo, Campbell o ¿debería llamarte Cross?
Entorné los ojos. 
Mesas redondas, debates, ponencias... me traían malos recuerdos. La última mesa redonda a la que asistí fue en la Pompeu Fabra de Barcelona, ese día cometí el error supremo, el error de los errores: ofrecerle a Mía un empleo en Campbell LLC, además de darle mi número de teléfono personal.
—Claro —asentí de mala gana—, ¿cuándo? 
—No sé, la fecha pende de él, no de mí. Yo sólo pongo la pasta —se abrochó la chupa de cuero negro. Las tardes de octubre eran frías—. El lunes daré clases en el máster; hasta ahora se encargaba Haggard. Él da unos módulos, y yo otros, como en el grado. 
Asentí. 
Gabe Haggard era un buen tío, lo conocía de sobra. 
—El sábado a las doce del mediodía iré con él a Winnipeg, los UBC Thunderbirds se enfrentan a los Bisons en la liga de fútbol.
Alec Tremblay fue quarterback y capitán de los UBC Thunderbirds, ahora su lugar lo ostentaba Andrew Haggard, el hijo del profesor Gabe, el mejor amigo de Jerome. 
—¿No has dado clases en el máster? 
—No, sólo en el grado, ¿por? —preguntó con los párpados cerrados, tomando el sol escocés de la tarde. 
—¿Cómo conseguiste la dirección? 
—Llamé a Mía al despacho; le pregunté dónde podías estar —abrió los ojos—. La sometí a un tercer grado. La amenacé. 
No sabía por qué, pero saber aquello último me cabreó de sobremanera. 
—Es broma —se tocó el mentón—. Me dio la dirección sin más. Días más tarde tus padres la corroboraron con Tabatha en la Sellabration en Dallas. Estaban preocupados, Hunter. Tu madre no ha parado de llorar, deberías llamarla. 
Lo suponía. 
Me eché para adelante e inspiré. 
—Lo haré —hundí las manos en los mechones del tupé ondulado—. ¿Cómo...cómo... qué tal trata la UBC a Mía? —pregunté con un nudo en la garganta. 
Me gané una palmada en el hombro. 
—Le está costando, pero... —Alec se echó a reír—. ¿Recuerdas...recuerdas a la alumna Allende Gagnon? 
Asentí. La recordé a ella y a su madre, ambas con melenas doradas. 
—Es una broma de mal gusto, pero —aseguró—, son BFF. Se pasan horas y horas en la biblioteca en Allard Hall. No hacen otra cosa, créeme. No follan, no duermen, no comen...
—No te pases —me reí. 
—Mía es hermosa, Hunter —le miré. Lo sabía: su pelo color cobre, sus pecas, sus dos lagos color ámbar, su boca sonrosada, carnosa...—. La Mía que conocí era callada, a duras penas pregunta dudas en clases, es bastante cerrada. 
Conocía a esa Mía callada. ¿Lloraría por las noches?, ¿se estaría guardando su dolor?, ¿se lamentaría día sí, noche también?, ¿cómo la estarán tratando? 
No quería pensar en Mía, no de aquella forma.
Lo supe el día de la orla de los alumnos de derecho de la UBC: Allende Gagnon sería para Mía una Emma. 
—Prepararé las maletas —me erguí lleno de energía—, e iré a despedirme de una persona. Pasaremos la noche en el Hilton Edinburgh Carlton —entré en casa—. Haré un par de llamadas; ponte cómodo. 
Subí al despacho con dos propósitos: arrendar un jet para el día de mañana; llamar a mis padres. 

Siento muchísimo haber tardado en subir capítulo. Lo siento mucho. Espero que os esté gustando HUNTER, he de admitir que tengo debilidad por Alec Tremblay, será un personaje importante en esta segunda entrega.

La próxima semana tendréis el capítulo tres, ¿cuándo? No lo sé, pero será la próxima semana.

UN BESO ENORME CHICXS.

HUNTER (Cross Vol. II)Where stories live. Discover now