—No me di cuenta que estaba frunciendo el ceño —respondió lanzándole una sonrisa suave, sincera y cálida que le provocó ganas de sacudirse y rascarse la panza por dentro.

—Casi siempre lo haces, al menos cuando estás conmigo. —Esta vez, ella carcajeó.

—Es porque no dejas de sorprenderme y me la paso cuestionándome si todo lo que siempre creí es correcto o no.

Sebastian no pudo evitar poner cara de satisfacción ante la declaración que se le había escapado, mientras le abría la puerta de la tienda de electrónica.

—Espera aquí, yo compro, tú juega con las computadoras —dijo, tomándola por los hombros.

—¿Por qué no puedo ir? Es mi aparato, después de todo. —Su expresión de ofensa le causó gracia, pero no rió.

—Porque vas a querer que compre algo diferente que lo tengo en mente, así que sin peros. Diviértete, que puedes toquetear todo lo que quieras aquí, mientras no te lleves nada —le guiñó un ojo.

Se alejó raudamente hasta el mostrador y le pidió al empleado un reproductor con pantalla táctil y acceso a internet. Cosas que incluso Joy apreciaría. Podía ser tan hippie y preferir un libro a una computadora, pero nadie odiaba algo tan llamativo y atractivo como la tecnología. Y aunque no deseara esas habilidades en un aparato aún, él le enseñaría a usarlas de modo que se acomodaran a ella.

Gastando una buena cantidad de dinero, compró el aparato y el protector de color blanco. Se dio media vuelta para ir hacia donde Joy visitaba páginas de internet en la computadora más pequeña de la tienda, pero antes de que pudiera emprender su camino, una sonrisa conocida lo detuvo.

—¡Vaya! No nos vemos nunca o nos encontramos todos los días de la semana —rió con todo el estilo que la caracterizaba. Él sonrió y asintió a modo de respuesta, deseoso de volver con su acompañante—. ¿Cómo estás? No viniste a mi reunión, que acabó siendo fiesta loca. Deberías haber estado allí —carcaejó, posando la mano en su brazo y soltándolo en seguida.

—Estaba ocupado, tenía que estudiar. Ya sabes, gran examen hoy —apretó los labios y levantó las cejas en medio de un suspiro, antes de dirigir los ojos a Joy, quien seguía concentrada en la pantalla.

Por algún motivo, no quería que lo viera conversando con Ann cuando en ese momento él tenía que dedicarle tiempo a ella. Le parecía maleducado e injusto, pero además sentía una dosis casi imperceptible de desesperación en la sangre.

Ann se giró y lo golpeó con el fuerte perfume de lavandas que antaño lo había vuelto loco.

—¿Estás aquí con alguien? —carcajeó tan espléndidamente como siempre, volviendo a mirarlo.

—De hecho sí, y me está esperando, así que si no te molesta…

—No puedo creerlo. ¿Estás aquí con una chica? —Sebastian se fregó los lagrimales con la mano libre de bolsa y asintió—. No intentaras comprarla con un regalo caro, ¿verdad? La harás sentir como una… mujer de mundo, si sabes de qué hablo.

El blondo se preguntó cómo era que antes sus chistes le habían parecido graciosos. Cómo era que antes se había perdido por estupideces como un par de ojos gatunos y una sonrisa constante e invitadora, cuando claramente era una trampa mortal. Había llegado a la conclusión de que Ann era una sirena del asfalto que se dedicaba a buscar víctimas a las cuales devorar hasta saciarse, logrando así ser hermosa y más atrayente. Claro que él no caía más en ese tipo de trucos. El no caía en ningún tipo de trucos.

—Claro —lanzó una carcajada baja y seca—, pero bueno. No, no intento comprarla. Si me disculpas, realmente debo irme, tengo que llevarla a su casa —mintió.

—Nos vemos, Bastian —sonrió, besando sus dedos y posándolos luego sobre la boca de él, quien se apartó enseguida, apresurándose a encontrarse con Joy.

Por un lado, tenía la necesidad de encerrarse y gritarle a la almohada, pero la posibilidad de que la castaña le proporcionara una caricia única y corta, aunque fuera, le inspiraba calma. Y necesitaba calma.

Llegó hasta donde ella y posó la mano en su cintura, empujándola hacia la puerta. Joy clavó sus ojos en él, sobresaltada, pero cerró la boca de inmediato al verle la cara.

—¿Vamos? —Ella asintió y se dedicó a caminar a la velocidad de él hasta que, al llegar a la esquina, aminoró el paso, sintiéndose a una distancia segura.

Estaban en la puerta de uno de los viveros más lindos de la ciudad y el aroma a flores y hojas invadía el ambiente. Se sentía perturbado y no sabía cómo explicarle lo que acababa de suceder ni cómo hacer entrega del regalo sin perder la posibilidad de ser encantador. Entre que decidía qué hacer, no podía quitarle los ojos de encima. Apoyó la espalda contra el paredón de ladrillos blancos desgastados y suspiró.

¿Cómo podía ser que, después de tanto tiempo, Ann todavía removiera los engranajes de su dolor?

—¿Estás bien? —preguntó Joy con un tono de voz que jamás le había escuchado. Maternal, dulce y cándido.

No, claro que no estaba bien, estaba agitado, se sentía débil, idiota, humillado. Cada vez que la veía implicaba una nueva ola de odio a sí mismo, de decepción. Y se sentía aún peor por no tener los testículos los suficientemente grandes para tirar de Joy y robarle un abrazo sentido que le quitara la nube negra de la cabeza.

Se fregó los ojos, se despeinó y soltó un fuerte suspiro, antes de asentir, volviendo a mirarla.

Joy se acercó con paso dubitativo, alzó la mano y le acarició la mejilla. Primero con la punta de los dedos, rozando a penas la piel áspera que la sombra de su barba le dejaba. Apoyó la palma al fin sobre su piel y extendió las yemas hasta tocar el inicio de su cabello. ¡Aquello se sentía tan bien! Joy tenía la mano suave y los dedos largos.

—No te ves bien —dijo cuando él comenzaba a cerrar los ojos y dejarse acariciar—. Parece que hubieras visto un muerto. Te ves preocupado —el tono y la temperatura de sus palabras seguía siendo suave e hipnotizador.

Con los ojos bien abiertos, estudió las facciones de aquella chica que era un misterio grande como el revuelo de su abdomen. Si estaba tan dañada como él creía, ¿cómo podía ofrecer tal soporte? ¿De dónde sacaba la fuerza para sostener a alguien más? Había algo especial en la forma en que lo miraba y lo tocaba, como una sanadora. Quizás le sucediera a todos los pasaran un mal momento y se encontraran cerca de ella, pero se sentía cuidado y querido.

Se relamió los labios y desvió la vista por un segundo, avergonzado por los pensamientos que estaba teniendo. Él no analizaba sentimientos, no desde Ann, al menos. Al levantar la vista, la observó acercarse un paso, pero Joy se detuvo en seco.

¿Era posible que fuera a besarlo? Eso parecía, sin duda. Pero comenzaba a retroceder, el frío del viento comenzaba a colarse entre los dedos femeninos y su piel. No podía permitir aquello, no importaba si faltaba a su palabra. Ella estaba lo suficientemente cerca como para tentarlo a ansiar su contacto.

Antes de que la última hebra de cabello se separara de la mano de Joy, la tomó con suavidad de la muñeca y tiró de ella para apoyar suavemente los labios sobre los suyos, mientras acariciaba la cintura con un respeto que no había sentido por una mujer en años.

Sebastian suspiro de placer, cuando los dedos de la castaña encontraron nuevamente su cabello, aunque su zurda se aferrara a la campera de cuero que él llevaba puesta, no sabía si en un intento de alejarlo o atraerlo más a ella. Dedujo que se trataba de lo segundo, pues Joy relajó el cuerpo y ladeó la cabeza, regalándole un beso como nunca antes le habían regalado. Era suave e inexperto, que lo instaba a ser paciente y a aprender a disfrutar de cada movimiento.

El aroma dulce y penetrante de las gardenias del vivero le adormecía la conciencia y sólo podía pensar en abrazarla y dejarse consolar por ese par de labios y esas manos mágicas. 

Pariente LegalWhere stories live. Discover now