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Aunque caminaba derecho y sonreía como boba, Cordelia Dereford temblaba tanto por dentro que temía ponerse a tartamudear si tenía que abrir la boca. Una burbujeante felicidad le comprimía el pecho y la extraña sensación de haber sufrido un cambio perpetuo en ese gallinero le sobrecogía las entrañas. Aquel beso había sido... como todos los pasteles de nata del mundo reunidos en un solo bocado. ¿Era así como se sentían todos los besos? ¿O era una habilidad única de aquel joven tan fascinante? ¿Querría él darle alguno más?
«Ay, madre redentora, ¿qué locuras estás pensando?», se reprendió. Pero, mientras caminaba a su lado y se dirigían hacia la casa, la sensación no se iba. Deseaba volver a ser besada por Sebastian Gordon. Lo deseaba con una vehemencia arrolladora.
Eso era un desatino, como muy bien ella sabía, pues una recatada joven de Lincolnshire no va por ahí dejando que la besuqueen desconocidos. Solo que Sebastian Gordon no se sentía como un desconocido. La sencilla acción de caminar a su lado resultaba familiar y placentera, como si llevaran dando paseos juntos toda la vida. Por un instante, incluso esa molesta sensación de vacío en el pecho se había llenado de luz y calor. ¿Sería posible que el arraigo que buscaba no estuviesen en un lugar sino en los brazos de una persona?
A cada poco, él giraba el rostro hacia ella, sonreía y sacaba a relucir aquellos adorables hoyuelos. Su corazón respondía a ese gesto con un hondo latido, mientras sus dedos picaban por querer acariciar el lugar donde la mejilla se hundía.
Quería preguntarle por aquel beso. Quería saber por qué se lo había dado. Y, aunque no era adecuado, también ardía en deseos de decirle que había sido lo más hermoso, sorprendente y excitante que le había ocurrido nunca.
Una vez en el vestíbulo, se oyó tronar la voz de lord Collington en algún lugar de la primera planta.
—Como no salgas en este instante te prometo que no vas a ver un caballo en un mes, Eric. Basta ya de juegos —bramó el padre del niño.
El pobre chiquillo se tapó la boca con los ojos azules agrandados por el drama. Aquella debía ser una amenaza muy efectiva porque parecía realmente arrepentido.
Justo cuando Sebastian lo depositaba en el suelo, apareció Hannah por el recodo de un pasillo que debía conducir a la cocina. Entornó los ojos de un modo muy suspicaz al verlos a los tres allí, pero de inmediato esbozó una sonrisa afable y abrió los brazos hacia el pequeño, que salió disparado hacia ella.
Ana, Ana —gritó el chiquillo alborozado.
—Hola, pillastre —respondió ella al cogerlo, con un sonoro beso en la mejilla del pequeño, el cual se refugió en los brazos femeninos como si de ese modo pudiera evitar todos los males del mundo.
—Ven aquí, granuja —bramó de nuevo la voz de lord Collington, que debía haberlo oído.
—¡Ya subo con él! —anunció Hannah en voz alta sin dejar de mirarles a ella y a Sebastian con gesto sibilino.
¿Sabría su cuñada que acaba de ser besada? ¿Era algo que se trasluciese en el rostro? Cordelia les había sorprendido a ella y a su hermano en algunas ocasiones haciéndose arrumacos y sus mejillas lucían acaloradas. ¿Era eso lo que le ocurría a ella? ¿Le ardía la cara tanto como le parecía?
En cualquier caso, Hannah parecía más divertida o interesada que molesta. Con una mirada de advertencia que dirigió de forma inequívoca hacía Sebastian, se echó el niño a la cadera, se giró y subió a la planta de arriba sin decir una sola palabra.
—¿Cree que lo sabe? —musitó casi para sí misma.
—Déjeme ver —respondió él tomándola por los hombros y girándola para verse cara a cara—. Es posible. En este momento luce lozanamente sonrosada y sus labios tienen todo el aspecto de haber sido besados a conciencia.
El estómago de Cordelia respondió con un espasmo ante aquella sonrisa de auténtico truhan que él lucía. Sebastian Gordon parecía muy satisfecho consigo mismo. Y muy dispuesto a repetir la hazaña si el modo en que se acercaba a ella podía considerarse un aviso.
—También parecen deseosos de volver a ser besados —añadió con una voz pausada y cavernosa que le estremeció hasta la raíz del cabello—. O quizá soy yo quien está a punto de enloquecer si no los beso.
«Ay, Dios. Ay, Dios».
Cuando la boca de Sebastian tocó la suya en una exploración tierna y hambrienta a la vez, Cordelia tuvo la seguridad de que no todos los hombres besaban así. Supo con certeza que aquella emoción que la recorría iba más allá del placer o el deleite que le ofrecía el abrazo de ese cuerpo cálido. No le cupo duda de que, si existía un alma para cada alma, ella había encontrado a la suya.
El clamor de los adultos en el piso de arriba les puso a ambos en guardia minutos después. Sebastian se separó, miró alrededor y la empujó hacia el hueco debajo de los escalones. Aquello no les daba mucho tiempo, y el semblante apurado del joven indicaba que él también era consciente de ello. La pegó de nuevo a su cuerpo y volvió a besarla con fruición. Cordelia gimió de placer y lo envolvió con sus brazos. ¿Qué ocurriría si los descubrían así? ¿Serían tan terribles las consecuencias? ¿Un escándalo? ¿Una boda?
En su mente, comenzaba a asemejarse al cielo, pero no era el modo de hacer las cosas. No tenía ningún indicio de que el señor Gordon quisiera de ella algo más que aquellos prodigiosos besos y, en conciencia, no podía obviar el peligro. Sería una táctica mezquina que él no merecía. Fue por eso que, con absoluta desgana, empujó a Sebastian para finalizar el beso. Tenía que decirle que se exponían a algo más que una regañina; Shein Derefrod no era precisamente un hombre paciente y comprensivo.
—Señor Gordon... —susurró con voz entrecortada—. Mi hermano le matará si nos descubre de este modo.
—Me parece que podría aceptar cualquier penitencia por sus besos, Cordelia.
La forma en que pronunciaba su nombre era algo que le trastocaba a nivel interno. Sonaba de un modo diferente a como lo pronunciaba el resto de la gente. Nunca le había parecido un nombre especialmente bonito, y, sin embargo, saliendo de su boca le parecía casi un verso. Ella no sería capaz semejante intimidad respecto a él, pero le maravillaba lo que sentía al escucharlo de esa boca tan maravillosa que besaba tan bien.
—La penitencia podría ser excesiva, señor. Redcliff es muy tajante en cuestiones de decoro. —Al recordar lo poco decoroso que era el propio conde con su esposa, tuvo que añadir—: Al menos conmigo lo es. Temo que podría obligarle a una restitución de mi honor si lo siente vulnerado.
Aquello hizo reaparecer la sonrisa lobuna que le había dedicado minutos antes. Un escalofrío la recorrió de arriba a abajo mientras él la presionaba contra la pared bajo las escaleras.
—Me arriesgaré, Cordelia. Ya lo creo que me arriesgaré.
Puesto que lo único que sabía con certeza en aquel momento y en aquel lugar era que moriría si no volvían a besarla de ese modo, aceptó con gusto el contacto de la boca masculina con la suya y la intrusión de su lengua. Era absolutamente maravilloso. Aquel sabor, el calor que desprendía su cuerpo, el modo en que la arropaba. Sí, aquello era lo más cercano a la paz que había conocido; a pesar de que todo su cuerpo culebreaba con sensaciones tan extremas que no sabía como canalizarlas. Sensaciones que explotaron en su mente cuando sintió que una mano cubría su pecho y lo acariciaba. Le pitaron los oídos y se estremeció por entero, mientras su corazón atronaba por dentro. El gemido que escapó de su garganta debió ser demasiado alto, porque un segundo después escuchó la voz de Redcliff en el matiz más helado que había entonado nunca:
—Suéltela.

Una loca propuesta // Antología ChadwickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora