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Megan Riversey estaba nerviosa. Siempre que se traía algo entre manos a espaldas de su marido, una sensación agridulce de culpabilidad y excitación se apoderaba de ella.
Había una necesidad latente de confesarlo todo y compartir con él cada secreto de su alma, siempre había sido así; pero cuando tenía la certeza absoluta de que Lucas se opondría a ella, también le arrastraba el imperativo de ocultarlo hasta que fuera inevitable.
Oh, sabía que en algún punto del trayecto tendría que hablarle de su participación en los acontecimientos que, Dios mediante, iban a desarrollarse. También estaba segura de que su esposo no aprobaría su afán de entrometerse y que probablemente renegaría de ella —y de las dotes manipuladoras de las mujeres Chadwick en general— durante unas semanas. Pero, a la postre, tendría que reconocer la exquisitez de su plan.
Miró de reojo a su apuesto marido y sonrió para su coleto. Estaba segura de que él tendría mucho que decir cuando descubriese la trama. Probablemente la conversación alcanzaría tintes de disputa y después se resolvería con una tibia reprimenda y un apasionado desenlace.
Lo estaba deseando. Añoraba el momento en que la crispación de Lucas daba paso a esa mirada de acero que le dedicaba cuando su sangre comenzaba a alterarse por el deseo. Entonces, la necesidad que fluía entre ellos se convertía en lo único importante y los motivos que los habían llevado a enojarse quedaban en un plano inalcanzable. Últimamente, lo había echado de menos, aunque no habían faltado los asaltos seductores por parte del marqués.
Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Lucas le tomó la mano, tiró de ella y la empujo contra el armario donde se guardaba la cubertería de plata.
—Ya deberías saber que esa sonrisa es terriblemente provocadora —la acusó al tiempo que enterraba la nariz en la curva de su cuello.
—¡Lucas! ¿En medio del pasillo? —preguntó Megan, entre divertida y excitada—. Por cierto que no estaba sonriendo.
—Oh, no seas despiadada. Sabes que sonreías de medio lado y que eso siempre acaba del mismo modo. Solo quiero un pequeño bocado de mi esposa. Esa maldita cuarentena me está volviendo loco, cariño.
Un estremecimiento le recorrió la columna cuando la boca cálida de Lucas hizo su magia sobre la fina piel de su clavícula. La lengua masculina acarició el pulso de su garganta y sus manos estrujaron la sensible cintura que prácticamente había vuelto a su contorno previo al embarazo.
Megan cerró los ojos y gimió, consciente de cuánto deseaba ser víctima del desenfrenado apetito de su marido. Hacía tiempo que extrañaba esa unión tan completa que los últimos meses de gestación les había impedido. Oh, no es que el marqués hubiera descuidado sus obligaciones; habían hecho el amor hasta los últimos días, pero de un modo tan tierno y frugal que no podía compararse a sus encuentros habituales.
Lo que ocurría en aquel instante iba más allá. Cuando Lucas se separó de ella para estudiar su reacción mientras rozaba con fruición una de sus areolas, Megan supo que los instintos más elementales de su marido estaban aflorando con rapidez. Quería tomarla, ahora, en medio del pasillo si era necesario. Y no estaba pensando en delicadezas ni ternuras. Su mirada grisácea era dura y exigente.
Aunque se derretía por suplicarle que la llevase a su dormitorio, se obligó a ser sensata:
—Mi amor, yo también te extraño, pero tenemos que buscar a Eric.
El marqués se distanció un tanto y la miró contrariado.
—¿Crees de verdad que podría estar en peligro? —Ambos habían tomado la fuga del pequeño como lo que era: una travesura. O eso creían. Pero no era disparatado que algún día una de esas baladronadas terminaran en un verdadero susto.
—¿No te sentirías muy culpable después si así fuese? —preguntó ella con una ceja enarcada y el pulso traidor latiendo a ritmo de stacatto.
—¿Cuándo te has vuelto una aguafiestas? —protestó su esposo soltándola con un cachete en el trasero.
—En mi faceta de madre, antepongo el bienestar de las criaturas inocentes al deleite carnal. No es algo que se le pueda reprochar a una buena matrona —respondió ella con una sonrisa pícara al tiempo que se giraba para continuar la búsqueda.
—Recuérdame que encuentre el modo de echar a nuestras distinguidas visitas en cuanto aparezca el renacuajo.
Megan le miró extrañada.
—Han sido muchas semanas, cariño... —reconoció él compungido.
A Megan le conmovió que le afectase tanto la separación; era un hombre muy apasionado.
—Sufriré una terrible jaqueca en cuanto aparezca ese querubín —prometió con un guiño que anunciaba placeres inmortales.
Ana, Ana —se oyó en la planta inferior.
—Mi tortura está próxima a su fin —advirtió Lucas con una sonrisa genuina y pagada de sí mismo.
¡Hombre imposible!, pensó lady Riversey con ilusión.

Una loca propuesta // Antología ChadwickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora