Reflexión

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Orión conoció al herrero del Olimpo, Hefesto, por casualidad en un bosque sin nombre, tanteando el suelo en busca de ayuda. Fue Hefesto, con lastima por el hijo de Poseidón, quien le ordenó a su criado que lo guiará a Helios, parado en lo más lejos del horizonte en un sitio inhóspito. Helios era el único que lo podía curar, y lo hizo sin buscar nada a cambio, tal vez por la sangre divina del gigante o simple desinterés del gigante de llamas y pocas palabras. Con su vista recuperada, lo primero que se le había ocurrido fue buscar venganza, una idea común no solo entre los humanos, sino también entre sus mismos conflictivos dioses que buscaban castigar hasta a la más pequeña ofensa. Las ansias de venganza le parecieron una respuesta bastante razonable, pues gigante que se respete, buscaba hasta el fin del mundo a quien lo ofendía y se decidía entre comérselo, aplastarlo o jugar con él como una pelota.

Pero la duda y consternación vista por el criado de Hefesto se arrastraron junto a ese rencor y se instalaron en lo más profundo de su corazón, cosa que Orión no comprendió en su momento. No fue hasta que vio a la princesa suplicando por la vida de su padre que esos sentimientos de culpa salieron a flote de nuevo, liberando sin querer al rey. Este se reunió con su hija y escaparon de la habitación, dejando al gigante solo, iluminado por el débil ojo de la luna. Recordó la última vez que vio a la princesa antes de la ceguera. Ella peinaba su cabello con una cara seria que no se percataba de la inocencia con la que se le observaba. Se bajó de la torre cuando escucho a unos guardias entrar a la habitación, habiendo recordado lo más importante que ahora había perdido.

 —Maldición. ¡Me he olvidado del pobre Sirio!

Llegó a la cueva y tanteo por ella sin llevar antorcha, silbando y llamando al perro. Pudo encontrar su arco y sus demás artilugios de caza, pero ni una pista de su amigo. Aquel terrible día, los soldados lo persiguieron con lanzas y flechas con puntas de fuego, obligándolo a huir al mar, habiendo solo escuchado los gritos de guerra y los ladridos lejanos del perro. Estuvo tan sumido en la desesperación de la ceguera y en la ira contra su agresor que se olvidó de aquel cachorro que encontró en la pequeña isla donde vivía junto a su madre, una de esas ninfas traviesas que pasaba sus noches con los dioses mayores del Olimpo. Fue un amor a primera vista lo que tuvo con ese perrito, y cada día jugaban inexpertos a cazar animales, alentados por su madre.

Aquel gigante, gran símbolo de masculinidad al que solo se le podían comparar los grandes héroes de toda Grecia, se quebrantó y perdió la compostura al no escuchar ni un solo ladrido en el bosque. Regresó al castillo y amenazo con destruirlo a menos que no le devolvieran a Sirio, pero el rey dijo que sus soldados ni tocaron al perro aquel día. Volvió a la cueva y se acostó, aferrándose a las armas que hizo bajo órdenes de su madre, que quería criarlo para ser un héroe tan grande como Hércules o Perseo. A Orión le acabo por interesar más la cacería que el rescate de princesas u otros actos heroicos, cosa que le valió cierta fama de admirable cazador, lo único en lo que era bueno.

Cansado de tanto lamentarse, emprendió la búsqueda de su amigo. No debía haber muchas huellas, pero sin demora buscó por todo el bosque mientras rogaba que nadie se lo hubiera comido en ese tiempo. Subió a las montañas y busco por un día completo, concentrándose en no perder la calma que tanto le costó recuperar. Estaba emocionado por haber vuelto a la cacería, especialmente si era por una razón como la búsqueda de su amigo. La sed de venganza lo abandonó por completo, odiando ahora aquel sentimiento que tantas historias trágicas había desencadenado, como las numerosas mujeres castigadas por Hera por haber cedido ante las tentaciones de Zeus, la transformación de gente a animales por haber enfadado a dioses por cualquier falta, como a la talentosa Arachne, convertida en araña, a Medusa, convertida en Gorgona, y quien sabe a cuantos más desafortunados. Orión se prometió abandonar cualquier sentimiento parecido, decidido a encontrar a su amigo.

Su recorrido lo llevó a un templo deteriorado con estatuas blancas de figuras femeninas de rostros erosionados por el tiempo. Entró con sumo cuidado, haciendo uso de una antorcha improvisada para alumbrar los rincones llenos de telarañas y escombros. El suelo agrietado sonaba ante los pasos de Orión, perturbando el silencio que reinaba en los pasillos de puertas derribadas o hasta ausentes. En una de las habitaciones más grandes había una gran lanza de punta muy brillante colgada de una pared, como si pidiera ser tomada por el primer visitante que la encontrara. Orión se acercó para tomarla, pero fue tomado del tobillo y tirado hacia un lado. Se volteó y encontró una cola escamosa enrollada sobre sí misma. De la nada, un dragón verde con ojos azules había tacado al gigante.

La dura piel de Orión le permitía aguantar por un tiempo las llamas del dragón por lo que le fue fácil tomarlo por el cuello someterlo. El dragón siguió luchando y lanzó al gigante por toda la habitación, destrozando las paredes y haciendo caer más escombros. El dragón, con una armadura natural de escamas, pudo aguantar el derrumbe del templo e irguió el largo cuello como gesto de victoria. Grande fue su sorpresa cuando la mano de Orión salió de entre los escombros y agarró su cabeza, metiéndo la lanza por el ojo derecho y sacándola por el izquierdo. Contempló la lanza manchada de sangre, la única arma que traía encima tras la incineración de su arco y flecha. Se llenó de satisfacción por la primera presa después de un año fuera de combate. Mayor fue cuando unos ladridos se escucharon a la distancia.

Orión vio al mismísimo Sirio, con su pelaje negro y sus ojos furtivos, dirigiéndose hacia su amo. Lo recibió con un abrazo, pero otra sorpresa le aguardaba.

— Felicidades, Orión. Me has dejado sorprendida con como pasaste la prueba. Supongo que lo que dicen de ti es cierto.

Una mujer alta había descendido de la mismísima luna. Su pelo blanco relucía con brillo propio y le sonreía al gigante, cautivándolo con sus ojos negros. Tenía un carcaj colgado a sus espaldas y un cuerpo atlético que no le quitaba ni una pizca de feminidad. Aunque Orión solo había tratado personalmente con Hefesto, sin ni siquiera haber conocido a su padre Poseidón, pudo reconocer a la mujer parada enfrente de él, gracias a las historias que le contaba su madre y por sueños de cacería que tenía de pequeño. Era la célebre diosa de la caza y la noche, Artemisa.

 —Cuide bien de tu perro en tu año de desaparecido, Orión — Sirio lamía a su amo con cariño. Estaba lleno de energía. La diosa siguió hablándole al gigante, preparándose para una importante oferta-  La espera ha valido la pena. Ahora, ¿Qué esperas? Vamos a cazar.

La Caída de Orión (#TheDomains2018)Where stories live. Discover now