4. El idioma de la decepción

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La misma que me acaba de lanzar la hija de Satán.

—¿Qué estás tramando, sanguijuela? —inquiero yendo tras ella, que cruza la calle para internarnos en Central Park—. Sé que es mucho pedir para alguien que se llama Pretzel, pero no hagas nada estúpido.

Camina por uno de los tantos senderos y me esfuerzo por alcanzarla mientras esquivo la horda de turistas que le sacan fotos hasta a las grietas del piso. Completos imbéciles si me preguntan. La idea de viajar no es ver los lugares a través de la lente de una cámara, sino con tus propios ojos que por algo están sobre tu nariz.

Ella acelera el paso y zigzaguea haciendo crujir las hojas secas al cruzar el puente Bow. La tomo por el codo y se me cruza la idea de tirarla al agua con los patos. Eso la detendría de hacer locuras impulsadas por los sentimientos originados a causa de una inexistente infidelidad.

—¿Qué vas a hacer? —repito exasperado—. Porque una cosa es que robes mi teléfono para ver si puedes descubrir algo, lo cual seguro no hiciste, y otra muy diferente es diseñar un maquiavélico plan para lastimar a mi prometida.

Se zafa.

—No voy a lastimar a Brooke. Puede que la odie por ser la amante, pero el responsable del engaño mirándolo desde mi perspectiva como novia, es Wells. Solo voy a usarla para reunir las pruebas.

—Tienes razón, usar a la gente es mucho más moral que lastimarla físicamente, te mereces el premio Nobel de la Paz. Si estás tan segura de que tu novio te engaña rompe con él, deja de obsesionarte con encontrar evidencia y de paso nos dejas a mi novia y a mí fuera de tus juegos de rencorosa vengativa.

Un flash nos ciega por un instante. Un turista asiático se ríe tras su móvil, como si ver a la gente discutir equivaliera a un show de stand-up gratuito.

—¡Kon'nichiwa! —Le grita Preswen, espantándolo con una mano como si se tratara de un mosquito molesto que merodea alrededor de su oreja.

—¡Kon'nichiwa! —responde el hombre con alegría.

Se inclina en una reverencia antes de sacarnos otra foto.

—¿Qué le dijiste?

—No lo sé, lo escuché una vez en un anime. Creo que era un insulto.

Cierro los ojos y me paso las manos por el pelo. Intento concentrarme en la verdadera razón por la que no la he lanzado al lago aún, pero cuando abro los párpados ella ya no está ahí.

Doy vueltas a mi alrededor como un perro persiguiendo su cola. Al notar que parezco un imbécil empiezo a caminar en su búsqueda. Cinco minutos después la veo a lo lejos. Le está pagando a un florista ambulante.

—¡Gracias, Humberto! —chilla antes de dejarlo contando los billetes.

No la pierdo de vista, aunque no cuesta hacerlo con el abrigo rosa eléctrico que contrasta sobre la paleta naranja, marrón y amarilla con la que el otoño pintó Central Park.

—¿De verdad le enviarás un ramo de tulipanes en nombre de Wells? Eres bastante predecible —digo al alcanzarla.

Si algo logró sacar de mi teléfono probablemente fue la dirección del trabajo de Brooke, quien me envió una que otra foto frente a la oficina tras terminar sus extensas horas diarias, esto adjunto con emoticones que lanzan besos y promesas de llevarme comida tailandesa en su camino a casa.

—No va a funcionar, sabe que no soy del tipo que envía flores. Ni siquiera las recogerá.

—¿Alguna vez oíste la expresión «La curiosidad mató al gato»? Bueno, tu novia es el gato.

Tiro de la manga de su abrigo para evitar que un joven y torpe cartero en bicicleta se la lleve por delante, aunque me arrepiento al instante. Si pasa otro dejaré que la atropelle.

—¿Alguna vez escuchaste la expresión «La estupidez aplastó al gnomo»?

—No. —Frunce el ceño, desconcertada.

—Claro que no, porque la acabo de inventar. —Tiro otra vez de su manga cuando una estampida infantil pasa corriendo—. Pero te aseguro que será un dicho muy popular cuando fracases en tu misión de probar algo que no existe.

Doblamos y nos encontramos en la vereda, esperando para que el semáforo nos habilite seguir. Tal vez pueda lanzarla bajo la rueda de un autobús turístico mientras tanto. Al asiático le gustaría tomar una foto de eso.

—¿Por qué me sigues entonces? —Me enfrenta y estira el cuello para verme sobre las flores—. Ya sabes lo que estoy por hacer y tienes la certeza de que no lastimará a Brooke. Solo veré cómo reacciona ante las flores. Creo que estás siguiéndome porque en el fondo también sientes curiosidad por lo que hará. —Espera a que la contradiga, pero cuando lo intento añade—: Admítelo, también eres un gato.

—No soy ningún gato. Ni siquiera me gusta el atún o la leche.

Soné ridículo. A veces mi cerebro acciona mi lengua sin mi consentimiento.

—No discutiré más contigo, dejaré que lo veas con tus propios ojos —asegura aún confundida por mi comentario del atún y la leche—. Solo procura no interferir con mi plan. Sé que es mucho pedir para alguien que se llama Pan, pero intenta no hacer nada estúpido.

—No me llamo Pan.

Arquea una ceja que dice ahora-sabes-lo-que-se-siente.

Cruzamos y me veo tentado a lanzarla a ella y a toda su paranoia bajo el neumático de un camión de yogurt que hay a mitad de la calle, pero me resisto. El edificio donde Brooke trabaja está a tres cuadras, pero las millas se multiplican porque en esta ciudad debes nadar contra la corriente.

Me cuesta seguirle el paso, en gran medida porque es tan pequeña que se desliza entre la multitud con facilidad, mientras yo debo abrirme paso a los codazos. Cuando la alcanzo sintiendo que caminé a través de una horda de The Walking Dead y que alguien me robó los chicles de menta que tenía en el bolsillo, la encuentro hablando con un extraño en algún idioma que no entiendo. Le entrega los tulipanes y me toma de la muñeca. Me arrastra detrás de un carrito de hotdogs.

—Apestaré a salchichas —me quejo mirando desconfiado al vendedor.

—Apestarás a corazón roto —corrige.

—Ese ni siquiera es un olor.

—Ya verás que lo inventaremos juntos —dice con los ojos fijos en el chico turco que envió con el ramo—. Cierra la boca y espera, le di veinte dólares para que transmitiera un mensaje para Brooke. Su reacción la delatará.

—¿Hablas turco?

—Una vez vi una novela turca con subtítulos.

Ni siquiera quiero imaginar qué le dijo al turista, al cual no le perdemos el rastro ya que se puede verlo a la perfección a través del pulcro cristal del que está hecho el edificio. Sin embargo, la aparente inutilidad de Preswen para los idiomas nos sorprende cuando nuestro mensajera habla con la recepcionista y mi prometida aparece.

Ella mira confundida las flores, mucho más al turista, hasta que él dice la palabra mágica; la única que es capaz de entender:

El nombre de Wells.

Entonces, Brooke sonríe.

Entonces, Brooke sonríe

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El elevador de Central ParkWhere stories live. Discover now