Esta vez Marzia no huyó. No podía... quería abrazarse a alguien. Necesitaba a alguien y se aferró a él y, aunque no lo pretendía, lloró sin limitarse, sollozando, apretando los dientes, hipando, empapando la playera de Leo con sus lágrimas.

—Ya no puedo más —había dicho ella, en momentos.

Pero cuando Leo preguntaba el qué, ella no daba explicaciones.

Ya luego, cuando la luna se miró con claridad, Marzia finalmente se tranquilizó. Hipaba aún y, de vez en vez, dejaba caer una lágrima más —la cual secaba con rapidez, como si quisiera impedir que más se unieran a ella y formaran un nuevo ejército imparable—. Leo aún no comprendía el efecto que tenía la luna en Marzia, pero para ella, la luna brillando en el cielo significaba paz, aislamiento... significaba que podía meterse en su cama y fingir que estaba durmiendo.

—Estoy preocupado —confesó Leo finalmente.

Entonces ella sacudió la cabeza, a punto de negar que le había sucedido algo —como hacía siempre—, pero él logró ver un nuevo golpe en su labio inferior, del lado izquierdo.

—¿Quién te está lastimando? —la cuestionó, directo, advirtiéndole que ya no le creería que eran accidentes.

Marzia no pudo evitar torcer un gestito de dolor, y una nueva oleada de lágrimas emergió; sintió que se odiaba por no poder frenar el llanto. Leo se limitó a abrazarla, pero no desistió:

—Por favor —le suplicó, con suavidad, una y otra vez.

Finalmente, ella le habló de aquello que no le contaba a nadie por vergüenza: Marzia vivía con su madre y su medio hermano —mayor a ella por cinco o seis años—... y él solía golpearla con frecuencia —¿estaba enojado porque algún asunto (cualquiera)? Entonces él se ponía a gritar (gritaba principalmente a su madre) y Marzia terminaba, de una u otra forma, golpeada; la mayor parte del tiempo porque él arrojaba todo a su paso, rompiéndolo, y cuando ella intentaba frenarlo (cuando él estaba rompiendo las cosas por las que ella había trabajado semanas e incluso meses), él sencillamente la golpeaba. También, algunas veces, él golpeaba a su propia madre, entonces Marzia intentaba protegerla (le confió a Leo la tarde que él utilizó ambos puños para golpear a la madre de ambos, en la cabeza, impulsándola de un lado a otro, como un saco de boxear infantil... solo que esta era su madre, la cual terminó con sus cabellos negros, antes sujetos por una liga, revueltos, y con el rostro enrojecido), pero Marzia había podido hacer poco contra él y había terminado aún más magullada que su madre.

—Y, ¿por qué no van con la policía? —fue lo primero que vino a la cabeza del muchacho. Era lo primero que, casi todas las personas, atinaban a proponer ante una situación como esa.

Y, ¿por qué no...

Leo no iba a tardar en descubrir que la realidad de cada persona es distinta y para algunos no es tan fácil actuar como lo sería para otros.

Marzia ni siquiera consideraba que fuese una persona maltratada... ya que así había sido siempre —que le avergonzaba el hecho de que los demás conocieran la situación en que vivía, sí, mucho, pero no consideraba que fuese una candidata a terminar como esas víctimas que aparecían muertas en televisión. Ella estaba equivocada, desde luego, pues esas víctimas de feminicidio a mano de familiares habían pasado por la misma violencia que ella—: Marzia así había crecido, entre gritos, insultos y golpes por parte de su medio hermano y, ¿su madre? Ella no lo consideraba grave...

Al parecer, para la mujer era un suceso sin importancia ser maltratada —al menos por su propio hijo— y, siendo así, ¿qué tanto podría serlo un insulto... o cachetada o dos —o un puñetazo—, de su niño a su hija?

La sombra de la rosa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora