Capítulo 1

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¿Donador?

Ataleo Pagano se sintió confundido. ¿Donador de qué?

—Si se lleva a cabo el proceso —continuó Vittoria, sin dejarlo siquiera procesar—, todo sería por medio de un laboratorio certificado y, lo más importante para usted, es que mi cliente recompensaría su donación.

Leo frunció el ceño, sin terminar de comprender. Era como entrar a una habitación luego de haber estado expuesto al sol durante horas: la vista comienza a acostumbrarse de manera lenta, progresiva, es casi como si los objetos, dentro de la habitación, se materializaran poco a poco, volviéndose tangibles, reales frente a ti, pero sabes que ahí han estado siempre. La diferencia con Leo, en ese momento, es que él se había quedado en el proceso donde la vista comienza a acostumbrarse; veía y no, entendía y no, no había más progreso.

Lo que él relacionaba con «donación», era sangre en bolsas plastificadas... y riñones. El gesto en su rostro se acentuó más y, sin notarlo, se echó hacia atrás, en su silla, hasta chocar contra el respaldo.

La abogada se percató y, no por piedad con él, sino para acelerar su trabajo, le explicó:

—Mi cliente está interesada en saber si usted, a cambio de una remuneración económica, le donaría un poco de sus gametos.

¿Gametos? El rostro de Leo no cambió en lo más mínimo. ¿Qué eran ga...

—Podemos discutir la suma —continuó la abogada.

¿Suma?

¿Gametos?

... ¿Ella quería un hijo?

Comenzó a entender.

—¿Esto es una broma? —soltó él.

¿Broma? Vittoria arqueó una de sus cejas delgadas —visibles únicamente gracias a la sombra color negro con que las pintaba cada día—. Una broma... ¡eso estaba deseando ella que fuera, en ese momento!

—Para nada.

Leo no fue capaz de decir nada.

—Mi cliente no tiene pareja —continuó Vittoria—, pero desea un hij--

—¿Por qué no adopta uno? —interrumpió Leo, por tercera vez, no dando precisamente opciones, sino como un escape a una situación que ya comenzaba a asustarlo.

—Supongo que quiere a uno de su sangre.

—¿Está usted jugando? —insistió, mirando a su alrededor, probando si alguno de sus compañeros observaba desde las sombras riéndose, pero nadie les prestaba atención.

—No.

Leo quería reírse.

—¿Qué tal conseguirse un novio?

Vittoria suspiró, comenzando a cansarse.

—¿Qué tal si nos enfocamos en--

—Esto es tan raro. —Él sacudió la cabeza, como si rechazara prestarse para oír una palabra más.

—¿Usted cree? —preguntó la mujer.

Y de repente, a Leo comenzó a inquietarlo algo en lo que ya había pensado, pero el —desconcertante y alocado— tema, lo había hecho perder:

—¿Cómo supo usted sobre mi deuda? —inquirió.

—Como es natural, protegiendo a nuestra cliente, se realizaron investigacio--

—¿Me investigaron? —comprendió él, algo alarmado.

Vittoria guardó silencio.

—¿Eso no es un delito? —tanteó él, casi convencido de ello (él no entendía mucho de leyes, pero estaba casi seguro de que eso era un delito).

La sombra de la rosa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora