Capítulo 3

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Ataleo Pagano tenía quince años cuando miró, por primera vez, los moretones que iban desde la espalda de su novia hasta sus brazos.

Hacía tanto calor que ella se había olvidado de que estaban ahí; ya sanaban —los moretones ya habían pasado las etapas de inflamación, enrojecimiento, tinto..., solo quedaba el color morado con amarillo—. Quizá ya ni dolían y esto había contribuido a que a ella se le hubiesen olvidado.

—¿Qué te pasó aquí? —le preguntó él, tocándole con su índice derecho el hombro, casi llegando a la espalda.

Marzia no había tardado en ponerse nuevamente la chaqueta.

—No sé —respondió, como si no importara.

Pero ella no había actuado como si no importara. Estaban en un centro comercial; habían ido allá luego del liceo, en compañía de algunos compañeros suyos, y aunque Marzia siempre se quedaba tanto como podía —casi siempre era la última en retirarse a su casa—, aquel día se marchó temprano.

Leo se olvidó de los moretones; pensó en que todas las personas, alguna vez, han tenido cardenales en la piel sin tener idea del origen y, aunque los de Marzia eran demasiados... se le olvidó, ¿cómo imaginarse la verdad, si para él, los golpes en casa, no eran siquiera una... posibilidad? Sus abuelos nunca lo habían golpeado; ni siquiera le habían gritado jamás. Su abuelo era autoritario, pero sumamente respetuoso y dulce con él, y su abuela más tierna no podía ser.

La segunda vez que miró un hematoma en su piel, fue en su pómulo izquierdo, justo en el huesito debajo del ojo; esta vez sí estaba ligeramente hinchado, enrojecido y salpicado de motitas color tinto.

—¿Qué te pasó? —volvió a preguntarle él. Marzia recién llegaba al liceo y tenía sus cabellos castaños echados hacia aquel lado del rostro, como si intentara cubrirlos.

—Abrí la ventana, olvidé que estaba abierta y me estampé —ella se rio... A Leo, le pareció que su risa no había sido auténtica—. Soy tan estúpida.

Sin embargo, él la creyó, ¿por qué ella le mentiría?... ¿Por qué le mentiría sobre golpes?

—Tontita —le dijo, pasándole un brazo por los hombros y besándole la cabeza.

La tercera ocasión que vio marcas en su piel... fue cuando acababan de hacérselas. La encontró, por casualidad, llorando en un parque cercano a las casas de ambos.

El parque era enorme, tenía un montón de caminos para ingresar al centro y también tenía, por doquier, frondosos matorrales. Era un lugar perfecto para que los niños jugaran durante el día... y para que los drogadictos pudieran intoxicarse por las noches, ya que, debido a sus dimensiones, era difícil que la guardia estuviese en cada punto.

Llegándose el atardecer, los vecinos sabían que no era buena idea ingresar ahí, pero Leo tenía prisa: su abuelo le había pedido comprar una pieza para reparar el boiler de una mujer y la ferretería cerraría pronto, por lo que el muchacho quería solo acortar camino cruzando a través del parque en lugar de rodearlo..., pero entonces la vio ahí, sobre una banca, medio oculta entre un arbusto. Marzia estaba abrazando sus piernas, con su rostro metido entre las rodillas.

—¿Mar? —la llamó él, cauteloso... Quizá no era ella (¿por qué su novia estaría peligrando ahí, tan tarde?).

Pero ella alzó su vista inmediatamente y, lo que reflejaron sus ojos llorosos, fue horror. Dios... él la había visto. Él ya la había visto.

Alarmado, Leo fue rápidamente donde ella.

—¿Qué te pasó? —le preguntó, pasándole un brazo por los hombros—. ¡¿Qué te pasó?!

La sombra de la rosa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora