—Teníamos que confirmar que es un candidato aceptable.

—¿Qué un candidato no tiene que solicitar serlo? —la retó—. ¿No se le ocurrió que pudieron consultarme antes?

La abogada suspiró, incómoda, y pensó en retirar la oferta —ya le explicaría las cosas a su cliente—, pero lo reconsideró: si se iba en aquel momento, el muchacho pensaría que ella tenía miedo y hasta consideraría una denuncia. O tal vez no: no dejaba registros ni para su trabajo.

—Sí, probablemente habría sido lo mejor —aceptó, aunque sin contestar a su pregunta sobre si aquello era un delito o no—. Pero yo no mando.

—Claro... —susurró, algo sarcástico—. Y, ¿por qué yo?

La abogada, nuevamente, enmudeció. ¿Por qué él? Hasta hacía un momento, antes de hablar con él, ella tenía la certeza de que, la insistencia de su cliente, en obtener el semen de Ataleo Pagano, se debía exclusivamente a su apariencia —él era un joven verdaderamente apuesto. Tenía piel blanca, rasgos finos y a la vez varoniles, buen porte, buen cuerpo, y además tenía unos ojos preciosos, color aceituna moteados de diminutos lunares en cobre y en un tono de verde más oscuro que el resto de sus ojos—, pero en ese momento ya no estaba tan segura; una vez que Leo pareció acorralado, el muchacho bonito se convirtió en una persona perspicaz, cautelosa... casi parecía estarse preparando para atacar y... Vittoria Moro no supo cómo interpretarlo: ¿tenía él un carácter fuerte o dificultades para controlarse? Parecía controlado, pero sus palabras sugerían lo contrario.

—Buena pregunta —se limitó Vittoria.

El aire, en los pulmones de Leo, escapó cuando él se rio ligeramente, tenso, sacudiendo la cabeza.

—Esto es ridículo —insistió él.

—¿Qué parte? —preguntó ella—. Yo sólo veo un trato del que usted será el principal beneficiado.

»No es diferente a donar sangre —aseguró ella—. Solo que acá, en lugar de un doloroso pinchazo, usted... —dejó las palabras en el aire.

No era necesario continuar para saber el qué tendría qué hacer él para obtener algo de su semen. Tal vez ella no lo había dicho por pudor —aunque ella no parecía ser una persona que tuviera reparos en hablar del tema—, o quizá porque quería evitar que aquello sonora como un acoso sexual.

Fuera cual fuese, a Leo no le gustó y frunció el ceño.

—La donación —repitió la abogada, como si temiese que él malinterpretara la situación—, se realizaría, naturalmente, en un centro especializado. Usted hace una donación, se le recompensa generosamente y se olvida de que esto ocurrió.

»En mi opinión, es un buen trato.

Leo perdió completamente la expresión.

Vittoria, a diferencia de cuando proponía arreglos para solucionar problemas y evitar largos litigios, esta vez no preguntó qué opinaban las partes. Deslizó su tarjeta sobre la mesa acercándola más al muchacho:

—Piénselo y llámeme —le suplicó.

Y esta vez Leo sí tomó aquel papel laminado; lo hizo puramente por educación, sin tener ninguna intención de llamarla y, la única razón por la que no hizo bola la tarjeta ahí mismo y la botó por la ventana, es que no quería permanecer junto a ella un segundo más.

—Lo pensaré —mintió. La decisión, ante la rarísima y sospechosa propuesta, ya estaba tomada.

Vittoria hizo un movimiento con su cabeza, fingiendo creerle.

Leo no se despidió y, cuando finalmente salió del restaurante —exhausto luego de más de diez horas de trabajo continuo—, intentado protegerse, no fue inmediatamente a su casa —aunque, en el fondo, se preguntaba si aquello tenía sentido: si conocían de su deuda, muy probablemente también sabían en dónde vivía—. Caminó, bajo el cielo nocturno que amenazaba con llover, cuidándose la espalda, mirando frecuentemente sobre su hombro, pensando en que ya lo habían seguido antes y él ni siquiera lo había sospechado.

La sombra de la rosa ©Where stories live. Discover now