PREFACIO

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—¡Ataleo! —lo llamó una voz femenina.

Leo, aunque se sentía ansioso por salir de ese restaurante —donde había hecho doble turno aquel primer día de junio—, se detuvo, pues la mujer, aunque tenía una voz suave, había sido autoritaria. Al parecer era una mujer acostumbrada a dar órdenes; pero en eso no pensó él. Leo solo se detuvo en seco, al escuchar su nombre, y miró sobre su hombro derecho buscando a la persona que lo llamaba.

Y la encontró ahí, sentada a la mesa más próxima a la única salida del lugar; muy bien situada, habría pensado cualquiera, si lo que ella pretendía era abordarlo a él, sin embargo… Leo no la conocía.

Ella era una mujer de mediana edad —¿cincuenta años, tal vez? Definitivamente, sesenta, no—, esbelta, de postura rígida, peinada con un chongo alto —tipo bailarina—, vestida con un traje sastre de color negro y una blusa azul, ataviada con joyas visiblemente costosas. Definitivamente, Leo no la conocía.

Por un momento, ya que lo saludó llamándolo por su nombre completo —de manera tan segura y serena—, Leo pensó en que ella pertenecía a la administración del Gatto Nero —el restaurante al que su amigo Stefano lo había ayudado a entrar, como mesero, sin realizar el proceso de selección— y que, tal vez —¡maldición!— ella quería preguntar por qué no tenían papelería suya, ni ningún otro contacto que no fuera su número de teléfono celular y, sobre todo, el por qué él prefería que le pagaran en efectivo, renunciando así a todas las ventajas que tendría estando en la nómina.

—¿Sí? —tanteó el muchacho, bajito, acercándose un paso hacia la mujer, tratando de inventar un cuento creíble para aquellas incómodas preguntas.

—¿Cómo está? —ella se puso de pie y le tendió una mano.

Leo, aunque no quería, la estrechó. Con un ademán, la mujer le pidió que tomara asiento y a él no le quedó otro remedio que obedecer; suspiró y se dejó caer sobre la silla, derrotado. No se le ocurría ninguna mentira decente. Genial… tendría que buscar otro trabajo.

—Bien, gracias —respondió él, para luego aclararse la garganta.

La mujer asintió, como si diera por terminado el preámbulo, y así era, inmediatamente después, ella se presentó:

—Mi nombre es Vittoria Moro, socia del bufete Greco —aseguró.

¿Bufete? ¡¿Abogados?! Leo se puso pálido y apenas logró tragar saliva… ¿Ellos lo había encontrado? Dios… ¿cómo lo habían encontrado? No tenía nada que lo vinculara directamente a él: no tenía carro, no tenía servicios contratados a su nombre, ¡ni siquiera estaba en la maldita nómina! Oh, Dios, ¿acaso ella estaba ahí para notificarle que había sido demandado? El muchacho, torciendo un sutil gesto de amargura, sacudió su cabeza suavemente, sin poder ocultar sus emociones.

No era que fuese ninguna clase de delincuente, para nada, Leo solo debía dinero… Mucho dinero. Y aunque él quería pagar, no tenía la manera de hacerlo. Era una cantidad obscena y Leo solo tenía veintiún años, ni siquiera había terminado la universidad y se sostenía —y pagaba sus estudios— de su trabajo como mesero.

—No estoy aquí por su deuda —la abogada interrumpió sus pensamientos. Leo se puso alerta y apretó los labios—. Mis asuntos son totalmente ajenos —aseguró—: Vengo en representación de una cliente nuestra que tiene una propuesta para usted. Creo que podría resultarle interesante. Y conveniente, sobre todo —añadió, como si obviara su situación económica.

Leo, intentado procesar la información, entrecerró sus ojos color aceituna: si ella no era empleada del restaurante y tampoco iba a notificarle sobre alguna demanda… ¿cómo sabía ella sobre su deuda?

—¿Quién es usted? —se escuchó preguntar.

Leo Pagano era un joven paciente, que solía oír y analizar mucho más de lo que hablaba, pero en ése momento no logró —ni siquiera pensó en— aguardar por más información.

—Vittoria Moro —repitió la abogada, como si creyera que él había olvidado su nombre, aunque sabía perfectamente que no era así, y continuó con el tema—: Mi clienta es una persona buena, decente…

—Y, ¿qué tiene qué ver eso conmigo? —una vez más, la impaciencia del muchacho (su temor) interrumpió a la mujer—. ¿Cuál es su asunto conmigo?

Vittoria pareció enmudecer o, tal vez, simplemente no le había gustado la manera en que él le había hablado. Ni ella misma podría decirlo: la verdad era que, durante días —y días—, mientras redactaba el contrato que harían firmar al muchacho —en caso de que él aceptara la propuesta—, estuvo pensando en las palabras con las cuales le transmitiría el mensaje de su cliente. Más de una vez se planteó enviar a otro muchacho, a algún pasante, a alguien más cercano a la edad del joven —y del mismo sexo—, que se conectara con él y le explicara con palabras simples, pero temió que eso resultase contraproducente, que el ayudante arruinara todo y el bufete perdiera al cliente.

Vittoria hurgó en su bolso costoso, sacó de él una pequeña carterilla de cuero, de la que luego extrajo una tarjeta de presentación y se la tendió. Leo miró su mano, pero no tomó la tarjeta, pues podía leer claramente el mensaje: la abogada trataba de hacer énfasis en que eso —cualquier motivo por el que ella estuviese ahí, frente a él— era totalmente legal y, siendo así, no tenía que esconder su identidad, avergonzarse o, mucho menos, esconderse.

La abogada dejó sobre la mesa la tarjeta y la empujó hacia él, regresó su carterilla de cuero a su bolso y, relamiéndose los labios delgados, pintados de color tinto, continuó:

—Bueno —de repente, también Vittoria parecía querer terminar con la charla—. Esta es una comisión de mi cliente, es mi trabajo: ella desea ser madre y está buscando a un donador —soltó, con la misma naturaleza de quien pide la hora.

 Esta es una comisión de mi cliente, es mi trabajo: ella desea ser madre y está buscando a un donador —soltó, con la misma naturaleza de quien pide la hora

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Les dejo cómo es en mi cabeza Leo:

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La sombra de la rosa ©Where stories live. Discover now