La triste historia de un pez fuera del agua

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Esta es la historia de una mujer que tenía aletas por piernas. Con escamas tan brillantes como lapislázulis y aguamarinas. Se iluminaban ante la luz del Sol como si tuvieran vida propia, centelleantes. Por no hablar de su pelo, de un rubio tan pálido que recordaba a los primeros rayos del amanecer.

Mucho se diferenciaba del resto de sirenas, envueltas en sus colores oscuros, intentando llamar la atención del forastero lo menos posible. No, ella parecía llamar a gritos a los ojos que estaban a su alrededor, al mismo sol e, incluso, a las estrellas.

Allí estaba su gran dilema. Se había enamorado de un imposible. De una estrella que resplandecía lejanamente de día e inundaba el cielo de noche. No sabía su nombre ni procedencia. Adoraba su brillo y su fuerza. La envidiaba y la amaba a partes iguales, por ser capaz de danzar, tan feliz en el cielo, tan magnífica; mientras ella permanecía enclaustrada en los límites del océano.

Era tan extraño pensar que para muchas de su especie la superficie era el cielo. Era el límite. A partir de ese punto no existía nada más, solo un universo insoldable y ajeno. Era raro, ella era consciente de que había más. La superficie era solo el estúpido límite que había establecido su cuerpo. Podía sentir el aire secar su cuerpo, el salitre adherirse a su piel como una brillante capa blanca, el sol calentarle la piel. Sobre todo, podía ver. Podía descubrir lo que se confundía entre las ondeantes capas de agua. Las gaviotas extendiendo sus alas, sobrevolando majestuosamente el viento, incluso las atolondradas mariposas, si se encontraba muy cerca de la costa, en las cuevas. La sirena no podía evitar martirizarse, observando a esos animales volar a sus anchas. Cuando esos sentimientos la invadían, suspiraba, mirando con rencor sus escamas bajo el agua.

Así, la sirena pasaba los días en la superficie, observando su alrededor. Cuando podía, se acomodaba sobre una roca saliente, disfrutando de la sensación de estar fuera del agua. Se pasaba el día entero ahí, bajo el cielo azul, en espera de la noche estrellada. En espera de su amor platónico.

Un día, a lo lejos, vio como un barco se acercaba. Era ruidoso gracias al bullicio que mostraba la gente en su interior. La sirena no les tenía especial cariño a los humanos, pero tampoco los detestaba como el resto de sus hermanas. Seres que eran capaces de sobrepasar los límites que sus propios cuerpos les habían impuesto, creando grandes barcos que cruzaban los mares... Le provocaba una poderosa envidia, ella desearía construirse una alas para poder surcar el cielo.

Para su sorpresa, el navío encalló, desgarrando gran parte del casco e inundándolo. Empezó a hundirse con rapidez. La gente se acercó a donde ella estaba, asustada, a golpe de remo en los botes. Observó a lo lejos como un hombre ponía todas sus fuerzas en nadar, pero los destrozos del navío solo le estaban dificultando las cosas. Y sus intentos de sobrevivir pasaron completamente desaparcibidos para sus compañeros, que remaban en busca de tierra.

No sabía que la llevó a hacerlo, pero saltó de su asiento y se hundió en la marea helada, nadando a toda velocidad en su dirección. Lo recogió entre sus brazos cuando comenzó a hundirse, inconsciente, y lo llevó de regreso a la costa. Reptando, con esfuerzo debido a la escasa fuerza de sus brazos y al peso muerto que arrastraba, logró ubicarlo en la arena, lejos del agua.

Lo observó con curiosidad, encontrándolo desconcertante. Era tan similar a ella y, a la vez, tan diferente.

El hombre comenzó a toser, sobresaltándola, escupiendo agua. Tardó varios segundos en recobrar la respiración y entreabrir los ojos, buscándola.

―¿Quién eres? ―preguntó, con la voz entrecortada.

Ella enmudeció. Por encima de todas las cosas, existía una razón por la que las sirenas preferían alejarse de los humanos. Una maldición. Cualquier sirena que le dijera su nombre a un humano se transformaría en espuma de mar, irrevocablemente. Un hechizo cruel para que los humanos jamás tuvieran la oportunidad de aprovecharse de ellas.

A lo lejos, escuchó como múltiples voces se aproximaban. No podía entender bien lo que decían, eran demasiado bulliciosas. Pero, tanto si lo buscaban a él como si no, lo encontrarían. Los encontrarían.

Miró al mar, demasiado lejos para poder arrastrarse nuevamente hacia él. Luego al cielo, en un acto reflejo, encontrándose con su estrella la cual se encontraba brillando más que nunca. Contuvo la respiración durante un segundo, preguntándose si estaba viendo cosas donde no las había o si realmente se trataba de una señal.

Al ver que las voces aumentaban, acercándose cada vez más, la sirena supo que no tenía escapatoria. Era mejor morir en ese momento en un intento de encontrarse con su estrella antes que convertirse en una pieza de circo.

Volvió a girarse en dirección al hombre. Lucía mareado, pero seguía esforzándose por mirarla.

―Stella ―susurró.

Con esas palabras, su cuerpo comenzó a arder, a desmembrarse y a evaporarse. Era doloroso, pero, extrañamente, también liberador. No se sentía simplemente flotar, sino que se sentía volar. Ascendiendo en el cielo, con una velocidad pasmosa, no pudo sino soltar una risa maravillada, la última, agradecida de poder volar, aunque fuera una vez en su vida.   

FIN

FIN

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