Resonancia -Fátima-

Comenzar desde el principio
                                    

—No te acostumbres —le recomendé débilmente.

A Gianmarco le causó gracia mi comentario. Se levantó y revolvió mi cabello cariñosamente, como siempre solía hacer. Sin duda había malinterpretado mi despedida y pensaba que acabábamos de dar un paso muy grande en nuestra precaria amistad. Quizá imaginaba que ahora seríamos mucho más cercanos y que yo me abriría a contarle cosas, cuando, en realidad, jamás volvería a verme.

Con un nudo tironeando mis cuerdas vocales, lo contemplé acomodarse las ropas y los cabellos, alistándose para salir a la calle.

Al menos se iría con un buen recuerdo mío. Se iría sabiendo que yo era capaz de apoyarme en el hombro de alguien para llorar, que es mucho más de lo que cualquier otra persona puede decir sobre mí.

Gianmarco me miró a los ojos, más despierto y más sonriente. Despegó los labios para despedirse, pues estaba listo para marcharse a su casa, pero yo hablé antes de él:

—¿Te preparo café? —Ni siquiera yo me esperaba eso.

Gianmarco se sorprendió gratamente y afirmó con la cabeza, animado.

Los primeros rayos de sol asomaban, ampliándose y reflejándose en cada superficie de cristal, cegándonos si intentábamos mirar hacia el balcón. La ciudad de Córdoba comenzaba a despertar, si es que dormía en algún momento.

Puse a preparar el café, pero estaba nerviosa: Se me caía la cuchara, se me resbalaba el filtro y se me desparramaban los granos molidos. Gianmarco me contemplaba en silencio, comenzando a comprender que algo no estaba marchando bien. Ya se los dije, él es transparente y puede atravesar cualquier muralla que otra persona intente poner.

Sabía que él estaba atento y que me había descubierto, así como sabía que esperaría a que yo me sentara antes de comenzar a hablar.

Le alcancé su taza procurando no hacer esa relación que mi cerebro se pugnaba por colarme cruelmente: Siempre era él quien me servía el café. La última vez en que hiciéramos aquello, sería yo quien pusiera su taza y la retirara una vez vacía. Me tembló el pulso y casi derramé todo, pero Gianmarco me sujetó la mano por debajo, ayudándome a mantener todo derecho.

Sus ojos grises estaban clavados en mí con una creciente preocupación. Un pequeño pliegue había aparecido entre sus cejas mientras me observaba desmoronarme desde adentro, sabiendo que poco tenía que ver con lo que habíamos presenciado la noche anterior.

En realidad, tenía todo que ver, pero en un sentido que ni él con todas sus intenciones sinceras podría descubrir.

Me senté frente a él esquivándole la mirada, pues no quería que me descifrara. No aquel día. Tendí una mano hacia él para que me diese un cigarrillo pese a lo temprano que era, y Gianmarco interpretó mi gesto correctamente. Encendí el cigarrillo, me lo llevé a los labios con una mano trémula y la ansiedad se convirtió en persona, apoderándose de mí.

Algo se había roto.

Algo había caído.

Aquel día, era la versión más vulnerable y deshecha de mí misma.

Gianmarco siempre me contaba una historia sobre su vida. Aquel día, él guardaba silencio y era mi turno.

Sonreí con dificultad mientras observaba las espirales de humo escalar el aire, y pensé que me gustaría ser así: Etérea, destructible, un instante insignificante que pronto llegaba a su fin, sin dolor y sin explicación.

—Lo pasé muy mal en la primaria —susurré. Por el modo en que Gianmarco me miraba, estaba esperando que yo hiciera aquello. Había estado esperando el día en que, al fin, yo revelaría de dónde provenía esa sombra que compartíamos. —Era muy llorona y era gorda, así que me decían Fatita la Fofa. Me cantaban una canción para molestarme, porque, para colmo, era muy pobre. Iba a ese colegio sólo porque mis padres contaban centavo por centavo para la cuota, insistiendo en que mi educación era lo más importante. Ojalá no lo hubiesen hecho.

Hija de la Muerte -Ganadora de los Wattys 2018-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora