Australia

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Australia era un buen lugar. Un lugar bueno. Un sitio agradable. Un...

— Un lugar para recordar, Grayson¸ un puñetero lugar para recordar— Nuna le reprendió de nuevo, cruzando los brazos.

Llevaban al menos una hora en la gran terraza de madera. La mujer descansando sus casi sesenta años sobre una caja de cerveza y él apoyado contra una mesa con una guía turística en las manos y la mayor cara de hastío posible. La idea de trabajar como guía había sido suya, pero una vez que le pusieron el libro sobre las manos y le indicaron que debía sabérselo mejor que su nombre, las ganas se le escurrieron del cuerpo tan rápido que no supo si en realidad habían estado allí en algún momento.

— ¿Y qué diferencia hay? No creo que los clientes vayan a ponerse a protestar porque he cambiado una línea de un texto prefabricado que jamás han leído.

— Norteamericanos— se llevó las manos a la cabeza. — Os creéis que porque vivís en ombligo del universo podéis hacer lo que os sale de dentro, ¿Pues sabes qué?

— Qué— torció la boca, dejando el libro sobre la mesa.

— Que te dejes de hacer surf y ligar con extranjeras y te pongas a estudiar— agarró uno de sus pendientes, el que tenía forma de ala, y tiró de él con suavidad. Grayson contrajo el rostro en una mueca, al mismo tiempo que vio como los ojos de la anciana, dos bolas celestes, pasaron de emitir un brillo severo a otro que conocía mejor. El mismo que le dedicaron el día que llegó a aquella gran isla con lo puesto y la autoestima por el suelo— Lo de guapo no te va durar toda la vida, tienes que aprender a usar un poco la cabeza. Sé que puedes hacerlo.

Grayson deslizó la sonrisa que ocupaba sus labios hasta deshacerla, divertido de una forma que no pudo asociar con la felicidad en lo más mínimo. Salió de su agarre despacio, dejándose caer en una de las sillas. Al fondo cantaba el mar, y la brisa de la mañana le pareció fría cuando le removió el pelo.

A diferencia de otros, de otro, a él nunca se le había dado bien, en realidad, usar la cabeza. No en casos como aquel. La vida solía escapársele del entendimiento en sus grados más profundos; no se preguntaba por qué estaba donde estaba, porque era el sol lo que alumbraba cada día, porque la existencia confluía de la manera en que lo hacía. Porque era una persona simple.

Recordaba que de niño siempre obtenía los mejores resultados en los exámenes; memorizar información, aprender, no eran un problema para él a pesar de sus otras dificultades. Le gustaba. Le agradaba pensar que de aquella extraña forma tenía las cosas bajo control, a diferencia de su hermano. Entonces él era siempre el responsable, y así lo habían catalogado los demás. Nunca dejó de sorprenderle que, incluso en el presente, esa era siguiera siendo la impresión que daba.

Porque la verdad era que ahora le resultaba imposible atarse a algo.
A un trabajo, a una vida, a una persona, atarse a sí mismo, incluso. La persona que lo miraba a través del espejo cada mañana estaba tan distante al otro lado del cristal que era incapaz de asociarla. Se levantaba de cama por inercia y volvía a ella solo, casi siempre, o acompañado por alguien que terminaba yéndose al par de horas, dejándolo en un estado de letargo que le devolvía a las largas noches de insomnio donde la ansiedad solía golpearle con todo lo que tenía.

Y sí, la vida era diferente en Australia. No tenía la misma presión sobre los hombros que solía tener años atrás, con la lente constantemente enfocándolo y el tiempo justo para editar, los programas de televisión, los fans. Todos desaparecieron cuando Ethan lo hizo y él le siguió. Ya ni siquiera se molestaba en comprobar sus redes sociales, los miles de tweets que preguntaban por su paradero, que cuestionaban incesantemente su vuelta. Algún día se cansarían de hacer preguntas, y entonces cada cual podría vivir su miseria en paz.

Can we meet in the middle?Where stories live. Discover now