Animal

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Beber en noches como aquella no tenía sentido.

Cogía la botella de todas las veces, llena hasta la mitad, vacía hasta otro tanto de lo mismo, y la dejaba sobre la encimera de la cocina, tanteando el contenido como si necesitara explicarse por qué ese día iba a terminársela, tirarla en el primer contenedor que encontrase y, con suerte, olvidar que alguna vez había tenido que hacerlo. Ojeando aquella estúpida y retorcida incógnita de cristal con el pecho encogido y el miedo sujeto entre las costuras de su cazadora de cuero.

Pero siempre sucedía lo mismo.

Que no tenía el valor para hacerlo.

¿Qué le dirían si confesara que sentía compasión por una maldita botella de whisky barato?

Rió para sí mismo y dejó caer todo su peso en el largo sofá del salón. Le dirían lo mismo de siempre. Que era un excéntrico. Que era extraño. Que era por eso que las mujeres se le tiraban a los pies, aunque él discutiría sin duda que esa era con toda probabilidad la causa de que no se le acercaran en absoluto. Porque no lo hacían. Y porque él no las dejaba llegar a hacerlo.

Buscó el mando de la televisión a tientas. La cazadora con la que había salido le impedía estirar de todo los brazos y tuvo que inclinarse hacia un lado para rescatar el aparato, sepultado bajo unos cojines que siempre dejaba en la esquina, castigados y olvidados por partes iguales, como el contenido maldito de su compañera de borrachera. Luego encendió, dejando en el primer canal que encontró. No necesitaba ver nada, no tenía ganas. Le llegaba con escuchar el ruido de algo que no fuera él mismo o su soledad, o ambos en dueto; una balada despreciable. Era un hábito que había cogido desde que se fue a vivir solo hacía ya un año y medio y se encontraba cada vez más veces dejando encendido el televisor durante horas, llenando el espacio de su miseria con las voces de otras personas.

En su carrera por desaparecer, había escogido Barcelona como su lugar de retiro. En su momento, había sido una de las paradas de su tour que más le gustó, y no podía quejarse de su decisión. Apenas había entendido el idioma cuando llegó, pero descubrió que el paso del tiempo todo lo arreglaba, y en cuestión de semanas se encontró entendiendo a las dependientas en las tiendas, los programas de televisión y la información de los carteles. Incluso había comenzado a interesarse por la literatura, y ocupaba sus espacios libres entre aquel idioma tan diferente al suyo que estaba comenzando a construir un espacio nuevo en torno a sí mismo, acogiéndolo en una casa artificial donde ni siquiera las barreras lingüísticas podían detenerle de huir.

No obstante, aún a kilómetros de distancia, en la otra punta del mundo, se dio cuenta de que su cabezonería había sido inútil una vez más. Y fue pagando las consecuencias lentamente.

En algún punto de su razonamiento, lo había tenido muy claro. No se le daba bien hablar, tampoco se le daba bien ser sincero, y encontró en escribir la única salida mental para aclarar el mar turbio que se formaba a menudo en sus pensamientos. Se presentó a un par de certámenes bajo un nombre falso y obtuvo varios premios que nunca se molestó en ir a recoger. Luego llegó el contrato editorial, y la gran decisión de abandonar todo lo que conocía, su fama, su imagen, su prometedora carrera en la televisión, su...

Se detuvo. Parado con la vista en la gran estantería llena de libros que rodeaba el televisor, sus dedos reprodujeron el teclear enfermizo fruto de su trabajo.

No se lo había pensado una segunda vez.

Por algún motivo que no lograba entender, a la gente le gustaba leer sus miserias y, por si no fuera poco, pagar por ellas encuadernadas. Así que hizo lo lógico, lo aprovechó. Desbordó sobre el papel, bajo un nuevo pseudónimo tan poco logrado como todo lo que hacía, todo lo que no pudo decir en voz alta, y todo lo que sabía que no podía decir de forma desesperada, más de lo que había planeado.

Can we meet in the middle?Where stories live. Discover now