XX. La marcha Radetzky (parte I)

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Me quedé allí, sentada en el suelo, observándola dormir. Yo no me atrevía a cerrar los ojos de nuevo, no quería volver a vivir esa dura pesadilla una vez más. Pero lo más cruel de todo, era que no era una simple pesadilla, cuando la mente pierde el control de sí misma y el imponente Ello copa cada rincón sin que la propia mente pueda evitarlo. No, esta pesadilla había sido real. Nia había matado a su hijo a sangre fría, con un disparo en la frente, justo entre ceja y ceja. Pero Nia, no estando conforme únicamente con matar a la carne de su carne, tenía que despedazarlo y grabarlo, y disfrutar con cada corte y cada regalo que hacía a cada uno de nosotros.

Volví a sentir náuseas al recordar la cabeza putrefacta de Roan envuelta en una bolsa de plástico, con la sangre del disparo y su gesto inmóvil cuando lo saqué de la caja. Luego vinieron gritos y espasmos, sintiendo cientos de hormigas correteando por mis brazos y metiéndose por la ropa, mordiéndome cada trozo de piel que encontraban a su paso. Era un hormigueo incesante y doloroso, pero yo no tenía lágrimas que derramar. Simplemente mi cerebro se desconectó y yo me desmayé, adentrándome en un mundo de pesadillas del que acababa de despertar.

Lexa era magia pura. Es magia pura. Una especie de luz que lo ilumina todo, alejando a los asquerosos dementores de mis recuerdos más queridos. Y no me había dado cuenta hasta ahora de ello.

Tratando de no despertarla, la cogí en brazos y la subí hasta mi habitación, su particular recibidor cada vez que venía a visitarme por las noches. Hizo amagos de abrir los ojos en un par de ocasiones, pero con un suave ronroneo la incité a que se volviera a dormir, y ella no rechistó, casi obedeciendo como un recién nacido en brazos de su madre.

***

Cuando volví a abrir los ojos, Lexa seguía dormida, y su brazo derecho se asía con fuerza a mi estómago, como si temiera que me marchase lejos de ella. Seguramente fuese su inconsciente, ese imponente Ello primitivo e infantil que nos obligaba a hacer cosas que, estando despiertos, jamás haríamos.

Podía sentir su respiración haciéndome cosquillas en la nuca, su tenue calor entre su cuerpo y el mío y el suave olor a almizcle que desprendía. Me giré con sutileza, tratando de que Lexa no se despertase; sin embargo, fue en vano. Cuando logré estar cara a cara frente a ella, sus ojos verdes me miraban confusos, ese bosque infinito y precioso que tanto había añorado.

—Te quiero —murmuré.

—Lo sé —respondió ella tras unos segundos en silencio.

Fue entonces cuando nuestros labios se reencontraron después de tanto tiempo. Volver a sentir sus labios sobre los míos, otra vez, fue la experiencia más deliciosa que mi mente pudo recordar. No sabía cuánto la había añorado hasta tenerla sobre mí, con sus manos paseando por mi cuerpo, tratando de recordar cada rincón de él. Cada montaña y cada valle, cada curva, cada cicatriz. Sentía cosquillas en cada lugar donde ella tocaba, como si despertaran de un largo sueño, como los osos después del invierno. Y la primavera florecía, llena de luz y color y vida.

La misma vida que hacía que mis labios se curvaran hacia arriba en una sonrisa de boba enamorada, que el bombeo de mi corazón latiese a la par que el suyo, porque éramos como dos caras de una misma moneda, inexorablemente juntas, necesitándose mutuamente para existir.

*** ***

Cuando encontré a Clarke tirada en el suelo, inconsciente, supe que había llegado demasiado tarde. Que por mucho que traté de contactar con ella, de impedir que abriese aquella caja, había sido demasiado tarde.

No había nadie más en la casa. Sus padres volvían a estar de viaje a Dios sabe dónde, y el servicio disfrutaba de unas vacaciones impuestas. A Clarke le gustaba estar sola, sin nadie que le dijese qué podía o no hacer, y eso a veces también se inculcaba a Vilda.

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