III. Pan y circo

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Había días en los que me costaba despertarme, y aquel día era uno de ellos.

Abrí los ojos con pesadez, mirando el blanco techo de mi habitación. En el centro había una lámpara de araña, enorme, con infinidad de lágrimas de cristal. Cuando era pequeña siempre quise crecer para poder tocarlas, me parecían algo precioso. Precioso, inalcanzable, frágil. Algo que nunca debía ser mío, porque era peligroso, porque yo era demasiado pequeña y podía hacerme daño.

A ojos de mis padres, aún sigo siendo demasiado pequeña. Y supongo que siempre lo seré. Su pequeña y delicada princesita a la que el mundo que le rodea puede dañarle, hacerle una herida incurable y arrebatársela de sus manos.

Oí voces en el pasillo. Voces extrañas que nunca había oído. Me levanté, cogí el batín negro que colgaba de la percha que tenía detrás de la puerta, y bajé al salón. Había decenas de hombres desconocidos en el jardín, montando mesas, poniendo guirnaldas, luces e incluso una fuente de cartón–piedra que se asemejaba al dios Dioniso. Mi madre lo dirigía todo; era lo que más le gustaba, ordenar por encima de los demás, llevar siempre el control. Mi padre seguía charlando con el chico que parecía el jefe de toda aquella pandilla, acalorados y olvidándose del resto del mundo.

—¿Desde cuándo llevan montando esta parafernalia, Vilda? –Pregunté mientras ella me acercaba una taza de café y un par de tostadas.

—Desde... –miró el reloj que había en la cocina–, cerca de tres horas, señorita.

Vilda era una mujer de mediana edad, con el pelo rizado y casi tan negro como el carbón, que llevaba años trabajando en mi casa. Casi todos los recuerdos de mi infancia los copaba ella, mis padres estaban demasiados ocupados con el trabajo y la fama como para preocuparse por mí.

Y si no lo hacían por mí, ella les importaba mucho menos. Pero yo la quería, no en vano había sido ella la que me había criado. La que me dejaba en la puerta del colegio cada mañana, la que me recogía cada tarde. La que me llevaba al ballet, al piano, a las clases de francés y, tras mucho insistir, a las clases de dibujo. Mis padres eran dos manchas extrañas en mi vida, dos desconocidos con los que compartía grupo sanguíneo y ADN. La única cosa buena era el pastizal que heredaría tras sus muertes.

Di varios golpes en la mesa, cogiendo una taza y vertiendo café en ella. Puse el plato con las tostadas en medio de las dos.

—Come –murmuré, dando un sorbo al café. Estaba más amargo de lo normal, pero no me iba a quejar–, seguro que con todo este revuelo ni habrás tenido tiempo. Y otra cosa: nos conocemos de hace diecisiete años, Vilda. ¿Cuándo empezarás a llamarme por mi nombre?

Ella alzó los hombros, con una sonrisa en sus labios. Desayunamos en silencio, viendo el ir y venir de los albañiles del patio al salón y viceversa. Parecían hormiguitas, siempre haciendo el mismo camino, siempre llevando algo en las manos, en la espalda.

Aquel iba a ser un día muy largo.

Me encerré en mi habitación, era el único sitio en el que podía sentirme yo misma. Tenía una parte separada del resto de la habitación, mis padres la habían agrandado cuando decidieron inscribirme a clases de dibujo y pintura, y ahora tenía un minúsculo estudio donde poder dedicarme a ello.

Me quité el batín y el pijama, en su lugar me puse una vieja camiseta unas tres tallas más grandes de la que solía usar; me llegaba hasta la mitad del muslo, las mangas se me arremolinaban en los codos. Estaba llena de manchas, de gotas y restregones de pintura. Había convertido aquella camiseta casi en un amuleto, mi madre había intentado casi a diario convencerme para que la tirase, que no servía. Obviamente mi insistencia venció a la suya.

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